Camila 2020

Camila 2020
Un retrato hecho para mi Por: Clara Mojica

martes, 4 de marzo de 2025

Hiroshima con amor

 

Siempre me acompañó la lluvia. Desde que bajé del tren que corría en múltiples direcciones, Hiroshima me recibió con su aire melancólico, con el peso de su historia susurrando en cada gota. 

Subí escaleras eléctricas en sentido contrario, como si mi cuerpo supiera que yo no pertenecía del todo a ese flujo ordenado, sino a otro tiempo, a otro ritmo. Forastera, sí, pero con la certeza de haber estado aquí antes, efímera y transitoria como el tren mismo.

El aroma de los restaurantes de okonomiyaki flotaba en el aire: tortilla de huevo, pasta, carne rojas y vegetales bañados en el dulzor de la salsa teriyaki. Me detuve un momento, dejando que el olor me anclara al presente antes de seguir. Pero el presente en Hiroshima es también el pasado.

El museo era un umbral, un portal al horror, a la cicatriz indeleble de la humanidad. Cada objeto carbonizado, cada sombra impresa en el concreto, hablaba de un final que nunca debió ser. Y aun así, la vida persistía. 

Más tarde, probé el vino de arroz: un sabor entre el anís y la caña de azúcar. Después de unos tragos, me senté en la orilla del punto cero, ese espacio milimétrico sobre el río donde cayó Little Boy y, en un instante, incontables vidas se evaporaron. 

Pero yo me sentía extrañamente feliz, envuelta en la memoria de un hombre que vio la luz en medio de la embriaguez.

Fue entonces cuando lo vi. 

Había viajado tan lejos, para reconocer el lugar que verdaderamente amo, no era ese edificio destruido hecho cenizas si no ese olvidado en mi memoria, el origen de una vida, de esta vida.

Primero, la lluvia se volvió más densa, casi un velo entre el mundo y yo. Luego, la ciudad cambió: un reflejo, un parpadeo, y de pronto no estaba en Hiroshima, sino en mi casa de la infancia. El aire olía a madera vieja, a libros olvidados. Pero algo estaba mal. Bajo mis pies, el suelo se humedecía, la inundación crecía desde las sombras, y mi cuerpo flotaba entre tiempos y espacios.

Cerré los ojos y cuando los abrí, estaba en mi cama. Pero sobre mí, un Buda gigante, como una montaña me observaba, su presencia inamovible, su paz abrumadora. Y luego, el niño.

Un niño que no era solo un niño. Su piel era blanca, pura, casi translúcida. Sus ojos reflejaban siglos. No era humano del todo, pero tampoco monstruo. Era bello de una manera inquietante, imposible de definir.

Intenté moverme, pero mi cuerpo no me respondía. Solo pude mirarlo mientras él inclinaba la cabeza y me sonreía con tristeza. 

Entonces entendí: no era solo mi sueño. Era la memoria del mundo, el eco de Hiroshima que era el recuerdo de mi hogar, de todo lo que ha sido, lo que hemos amado y de lo que aún no entendemos, pero que continua como la lluvia que cae.



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