No quiero levantarme.
La pereza me ancla a la cama, un bote a la deriva que amenaza con hundirse. Pero ahí está él, mirándome fijamente, como un salvavidas flotando en medio del mar. Sé que lo necesito tanto como él me necesita a mí. Si no lo hago ahora, todo puede empeorar.
Así es como se mide el amor: en la capacidad de sostener al otro cuando no puede valerse por sí mismo. Me extiende la mano. Es su forma de hablarme. Nos entendemos sin palabras, en la telepatía del cuerpo y el corazón. Él sabe que estoy agotada, pero no hay opción.
No estoy lista, nunca lo estoy. Pero me toca hacer las paces con el mundo, sacudirme la noche de los ojos y enfrentar la luz del día. Me duele la espalda. Mi cuerpo es un tallo hueco que resiste la lluvia, cada ventisca pone a prueba su fragilidad. Pero él no puede esperar, aunque yo funcione a medias.
Aun así, él está ahí. Me espera, me jala. Debemos salir rápido, pero tengo miedo. Cada salida es una ecuación imposible, una suma de variables que pueden torcerlo todo en un instante.
Debo nadar. Por él. Por mí. Para no quedarme atrapada en este océano inmenso.
Respiro hondo y me preparo para enfrentar el mundo.
Me armo contra la locura, la histeria, la fealdad, la desesperanza, la tempestad.
Contra la corriente turbulenta del caos.
Y entonces, emerjo para vivir.
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