El Armario
Frecuenta su armario todos los días. Lo conoce mejor que cualquier otro rincón del mundo. No es amplio, pero suficiente para que su cuerpo quepa de pie, arrodillado o sentado.
En menos de metro y medio cuadrado se comprime un universo: treinta kilos de ropa, dos cajones repletos de maquillaje en todos los colores del arcoíris, cremas, medicamentos para el sueño, ropa interior, veinticinco pares de zapatos, cajas con libros de historia y filosofía a medio leer, acuarelas para plasmar la naturaleza, plastilina, hilos, papeles, un bloc lleno de notas inconclusas, celofán, una bolsa con máscaras y disfraces, dos violines—uno grande, con el que intenta comprender el sonido de la vida; otro pequeño, para incentivar a su sobrino—, dos gaitas de un viaje a otras regiones del país, un kit audiovisual, una caja con rollos de fotografía y, por último, una toalla.
El bombillo se quebró hace tiempo, pero quizás la oscuridad siempre fue su verdadera esencia.
Cada vez que entra, cierra la puerta tras de sí. Se sienta en la penumbra y espera. A veces un minuto, a veces una hora, a veces toda una vida. Cuando el murmullo del mundo exterior se apaga como una vela. Entonces comienza el descenso.
Primero, el submundo de las preocupaciones. ¿Y si lo descubren? ¿Si lo encierran? ¿Debe hablar? Mejor no. Mejor callar. Es más fácil seguir adelante sin decir nada. Pero algo cambia en la madera, en sus vetas envejecidas. El ojo atento percibe un hueco. Un pasaje oculto.
Lo atraviesa sin miedo y desciende aún más, hasta el segundo nivel: el del arrepentimiento.
Aquí la sombra del tiempo pesa sobre su pecho. ¿Por qué no lo visitó antes de que partiera? Como si la culpa de no haber perdonado a tiempo fuera un pecado imborrable. Ya no hay palabras para escuchar ni heridas que cerrar. Solo queda el remordimiento, el deseo imposible de haber vencido el miedo antes de que fuera tarde.
Un sonido lo interrumpe. Alguien está en la casa. Se sobresalta. Sale del armario. Esto no es normal.
Encerrarse es una trampa reconfortante. Afuera, el mundo es un yugo innecesario. Vuelve a cerrar la puerta y respira aliviado. Gracias a Dios, no hay nadie.
Entonces, las paredes se resquebrajan. El armario ya no es un espacio confinado. Se abre una puerta hacia algo más grande, más puro. Por fin puede alabar su soledad. Es un tesoro que ha escondido con recelo, porque es suyo y solo suyo. Nadie lo espera, nadie lo necesita. Este silencio es su mayor posesión. Sus manos danzan con el vacío, una coreografía etérea que nadie verá, lo que la hace aún más hermosa. Momentánea. Efímera. Como una estrella fugaz que se desvanece en la noche.
En ese instante, su alma se manifiesta.
Un recuerdo llega sin ser llamado, como una llave girando en una cerradura. Un cuerno resuena en la planicie. El fuego lo transforma todo. La realidad se vuelve cenizas. Ya no es bosque, sino carbón. No es lluvia, sino neblina. No es río, sino océano. No es cuerpo, sino espíritu.
Algo cae del cajón más alto. Una joya mal puesta.
Entonces, el armario se convierte en la muerte después de la luz.
Raíces emergen del suelo y, de ellas, un guayacán amarillo florece bajo un atardecer imponente. Y allí, en la pradera dorada, está ella. Su abuela.
Le sonríe, como siempre lo hacía. Lo llama "mi amor" con ternura infinita. Mira hacia el horizonte y señala más allá del sol.
—Yo tengo un hogar —dice, y su voz se mezcla con el viento de la meseta, frío y cálido a la vez.
Cuatro niños juegan en la distancia. Sus risas resuenan en el aire. Sus cuerpos se mueven con la alegría del juego, del baile, del fútbol. Son un eco de lo que alguna vez fue. Un susurro de la promesa de volver.
Pero, ¿volver a qué? A la herida que duele de manera insoportable.
El armario es tumba y cuna. Caja vacía y llena. Reflejo de un abismo profundo, infinito. Ha pasado muchos días aquí. Se ha convertido en su mundo, su única realidad. Es el agujero negro que solo él visita, donde la humanidad deja de existir.
Quiere liberar el espíritu. Pero no sabe si tiene el coraje o la cobardía de hacerlo.
Si alguien lo encuentra, será porque ya se ha convertido en una más de las 726.000 personas que eligieron el suicidio en 2024.
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