Camila 2020

Camila 2020
Un retrato hecho para mi Por: Clara Mojica

martes, 4 de marzo de 2025

Gusto a los tiestazos




Mamá, cuando nazca, no seré lo que esperas. Tendré un talento especial: encontrar la manera de meterme en problemas. No es que tenga malas intenciones, simplemente mi cuerpo y la gravedad tendrán una relación conflictiva. Si a eso le sumamos mi futura afición por los deportes de contacto, el resultado será un ser humano en constante estado de contusión y descoordinación. Todo con la gracia y la delicadeza que se espera de una señorita como yo.

En cuanto descubra el boxeo, abrazaré la filosofía de vida de "¡qué va ni qué hijueputas!". Para mí, recibir un golpe bien dado no será una derrota, sino una anécdota que contar con orgullo. Cada puño será un cumplido: un derechazo en la quijada, un moño en el pelo, un cariño con el codo en la ceja, un labial mal aplicado, y una patada bien puesta en la espinilla con zapatos de cristal. "Un tiestazo es como recibir abrazos con efectos especiales", diré con una sonrisa torcida y un diente de leche menos, como una princesa de cuento... pero con la nariz inflamada como las brujas.

El problema llegará cuando mis guantes estén tan rotos que parezcan trapos viejos y mis uñas quebradas se oculten bajo vendas que parecerán telarañas. Pero eso no me detendrá. "El espíritu guerrero no está en el equipo, sino en el moretón cubierto con un poco de rubor en la mejilla hinchada", pensaré mientras me mire en el espejo del baño con un ojo morado recién adquirido y una pestaña mal puesta. "Nada más femenino que una mujer que sabe superar el dolor", como dice mi abuela.

Un día desafiaré a mi profesor, un hombre que habrá peleado en más guerras callejeras que cualquier soldado promedio. "Profe, hoy vengo por la victoria", anunciaré, segura de que esta vez podré al menos esquivar el primer golpe.

Diez segundos después estaré en el suelo viendo estrellitas y escuchando a los ángeles cantar salsa.
"Todo tiene su final, nada dura para siempre, tenemos que recordar que no existe eternidad."

Al despertar, lo primero que haré será sonreír. "¡Esto es mejor que una medalla!", exclamaré mientras mis compañeros me ayuden a ponerme de pie. "Porque las medallas no duelen, pero esto sí, y eso significa que estoy viva".

Pero la felicidad no durará mucho, porque después de aquella pelea seguramente me mandarán al psicólogo. Me tratarán de loca y me medicarán con sertralina, haciéndome sentir como un monstruo depresivo y ansioso que no se peina ni combina la vestimenta.

Luego me meterán en un colegio donde llevan a las niñas necias para que aprendan labores más delicadas: bordar, arreglar flores, servir el té. Pero lo único que aprenderé será a bailar hip hop, hacer grafitis y escribir cartas de amor. Y en cada una de esas cosas encontraré la forma de entrenar:
Engañar al enemigo, pensar antes de actuar, mejorar la coordinación, fortalecer la memoria, entrenar los reflejos y mantener siempre la defensa.

Cada paso de baile, cada corazón pintado y cada tag puesto en la pared será un golpe disfrazado; cada giro, una estrategia de ataque. Todo muy refinado y elegante, como una señorita supuestamente bien educada.

Desde ese día, me ganaré un apodo en el barrio: "la guilla peliona". No por mi destreza en la pelea ni por mi capacidad de conquistar al enemigo, sino porque nadie disfrutará tanto una paliza bien esquivada como yo.  

Tal vez no sea la hija que imaginaste, porque nunca ganaré un torneo, ni seré campeona de algo, pero sí terminaré dedicándome a la pelea más difícil de todas: la de mantenerme en pie cuando todo quiera tumbarme.

Hiroshima con amor

 

Siempre me acompañó la lluvia. Desde que bajé del tren que corría en múltiples direcciones, Hiroshima me recibió con su aire melancólico, con el peso de su historia susurrando en cada gota. Subí escaleras eléctricas en sentido contrario, como si mi cuerpo supiera que yo no pertenecía del todo a ese flujo ordenado, sino a otro tiempo, a otro ritmo. Forastera, sí, pero con la certeza de haber estado aquí antes, efímera y transitoria como el tren mismo.

El aroma de los restaurantes de okonomiyaki flotaba en el aire: tortilla de huevo, pasta, carne rojas y vegetales bañados en el dulzor de la salsa teriyaki. Me detuve un momento, dejando que el olor me anclara al presente antes de seguir. Pero el presente en Hiroshima es también el pasado.

El museo era un umbral, un portal al horror, a la cicatriz indeleble de la humanidad. Cada objeto carbonizado, cada sombra impresa en el concreto, hablaba de un final que nunca debió ser. Y aun así, la vida persistía. Más tarde, probé el vino de arroz: un sabor entre el anís y la caña de azúcar. Después de unos tragos, me senté en la orilla del punto cero, ese espacio milimétrico sobre el río donde cayó Little Boy y, en un instante, incontables vidas se evaporaron. Pero yo me sentía extrañamente feliz, envuelta en la memoria de un hombre que vio la luz en medio de la embriaguez.

Fue entonces cuando lo vi. Había viajado tan lejos, para reconocer el lugar que verdaderamente amo, no era ese edificio destruido hecho cenizas si no ese olvidado en mi memoria, el origen de una vida, de esta vida.

Primero, la lluvia se volvió más densa, casi un velo entre el mundo y yo. Luego, la ciudad cambió: un reflejo, un parpadeo, y de pronto no estaba en Hiroshima, sino en mi casa de la infancia. El aire olía a madera vieja, a libros olvidados. Pero algo estaba mal. Bajo mis pies, el suelo se humedecía, la inundación crecía desde las sombras, y mi cuerpo flotaba entre tiempos y espacios.

Cerré los ojos y cuando los abrí, estaba en mi cama. Pero sobre mí, un Buda gigante, como una montaña me observaba, su presencia inamovible, su paz abrumadora. Y luego, el niño.

Un niño que no era solo un niño. Su piel era blanca, pura, casi translúcida. Sus ojos reflejaban siglos. No era humano del todo, pero tampoco monstruo. Era bello de una manera inquietante, imposible de definir.

Intenté moverme, pero mi cuerpo no me respondía. Solo pude mirarlo mientras él inclinaba la cabeza y me sonreía con tristeza. Entonces entendí: no era solo mi sueño. Era la memoria del mundo, el eco de Hiroshima que era el recuerdo de mi hogar, de todo lo que ha sido, lo que hemos amado y de lo que aún no entendemos, pero que continua como la lluvia que cae.