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Murió en Coltejer, las palomas negras lo extrañaron, fue asfalto hecho raiz, herida de una ruina, descontrol y vértigo. Compartía retazos de cobija, cartón y buñuelo. Su brazo fracturado movía la silla de ruedas sobre huecos y grietas, cuando la robaban, siempre volvía, traída por unos, pocos, que existían como la Ceiba abuela de la Oriental, lo cubrían de la lluvia amarga y el río sepultado que baja desde Santa Elena hasta Aburrá. Las montañas eran su columna vertebral, fueron excavadas por décadas de silencio, dolor y droga. Él era cartografía de rabia y olvido. Su cuerpo fue la ciudad.
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