Camila 2020

Camila 2020
Un retrato hecho para mi Por: Clara Mojica

martes, 13 de mayo de 2025

Madre

Madre,

Tu presencia en mi vida
es un acto de conexión con lo divino.
Eres la perseverancia extrema del amor,
la que transforma realidades
y bendice cada rincón de mi existencia.

Mil años de mantras,
mil años de palabras sembradas en el silencio,
han sido capaces de modificar el ADN,
potenciar la conciencia divina,
y transformar la materia en energía.

Eres esa acumulación diaria de sonidos sagrados
habitados por significados
que solo el oído atento puede escuchar.
Tu amor y cuidado
trascienden generaciones y ciclos de vida.
Eres la fuerza creativa
que es capaz de dar conciencia
a la mente vacía.

Gracias a ti,
he podido reconciliarme
con el cosmos que no comprendo.
Me has mostrado el poder de la meditación,
la fuerza indómita de mi corazón y espíritu.

Gracias por ser esa fuerza renovadora
que, tras cada abrazo,
me posibilita encontrar
la unidad con el universo.

Te amo. Siempre.

martes, 29 de abril de 2025

Soy palabras

 

<body>

 <p>Soy palabras.

Tinta en los dedos
Un susurro,
eco entre páginas 
abiertas al viento.

Ese espectro
que recuerda
sus versos
como un mundo
contenido en un hueco.

 <section id= 2008>

Respiro preguntas.
Disuelvo las sombras.
Milito en campañas
y sueño con espejos.

Empiezo a narrar,
sin conocer
el caos del infierno.

<section id= 2010>


Exploto.
Como el sol.
Treinta y tantas veces nombro:
Moravia, los laberintos,
la ley islámica, la mujer de mi tierra,
la música irreverente.

Soy el teclado manchado
con lágrimas.

<section id= 2011>


Pequeña,
atravieso el desierto,
evoco a mis abuelos,
transcribo revoluciones
como sombras danzantes
de sueños ajenos.

<section id= 2012>


Me escondo entre libros:
Frankfurt, Perón, anarquías repetidas,
vidas refugiadas.

Trazo letras para no desaparecer.

<section id= 2013>


No logro detenerme.
Veinticuatro veces rasgo el mundo:
poemas, ensayos, reseñas e historias.

De Nueva York a Atenas.

Mi conciencia encendida
sabe que algún día dejará de arder.

Después me apago,
como las libélulas 
que dejan de brillar al amanecer.

<section id= 2014>


La soledad.

<section id= 2015>


La espalda, el barrio triste,
un río que habla como yo.

El callar llega

con forma de vacío.

Desentierro el olvido.

La esperanza brota de las venas,
como una laguna ardida que se evapora.

Cada palabra ausente
en el mundo
detalla esa desolación.

<section id= 2016>


El cuerpo y la conciencia

danzan en otras tierras:
Tokio, Hiroshima, Nara, Fuji, Kyoto.

Pisadas sobre un mar de pétalos
que no desean regresar.

…Luego, el reencuentro:
gotas saladas,
conversaciones amargas,
despedidas prolongadas.

<section id= 2017>


Amor.
Nostalgia.
Lejanía.
Letargo.

<section id= 2018>


Amor.
Presencia.
Astío.
Letargo.

<section id= 2019>


Resucito un poco,
con ojos negros y prostitutas sabias.

Antes de volver al polvo,

quiero decir algo más.

Electra, Porfirio y Paloma,
máscaras y danzas
embriagan mi ser.

<section id= 2020>
Busco a mi padre
y no lo encuentro.
Solo quedan ruinas,
voces,
y yo.

<section id= 2021>


Como un hombre solo,
junto a un guayacán amarillo,
añoro el regreso
a un hogar perdido.

<section id= 2023>


Una sombra cansada.
Un latido herido.
La guerra perdida.
Una expresión contenida: silencio.

<section id= 2024>
Me atrevo al exilio.
Cruzo dos tierras
y escribo desde el borde:
volver.

<section id= 2025>


Imagino cuentos

con las heridas abiertas:
Hiroshima con amor,
Ecos de libertad,
Mujer Colibrí,
Cuando nazca,
La radio de Don Omar,
El barco,
Aguapanela para el peregrino.

Un recuerdo que aún redacta,
un suspiro con puntos suspensivos.


Ahora solo soy eso:


lo que dejo mientras existo.
Lo imborrable,
el espíritu que murmura en la penumbra,
cuando alguien, sin querer,
abre ese portal,
perdido en la nube que se disuelve a lo invisible.</p>

</body>

martes, 22 de abril de 2025

Mujer Colibrí




Dicen que las verdaderas heroínas no llevan tacones, ni capas, y mucho menos coronas.
A veces lleva en la mochila un libro de señas, un cuento infantil, un mapa en braille, un corazón vibrante… o una sonrisa que ilumina.

Esta es la historia de Caro Villalba, una mujer nacida en Envigado un 9 de diciembre de 1996, que desde muy temprano supo que el mundo no podía seguir igual si ella tenía algo que decir —o hacer— al respecto.

Caro es una mujer de muchos colores y formas. Cabello largo, ropa hippie-chic, una diva del espíritu y la mente. Libre como el viento, pero con raíces profundas ancladas al calor del amor de su madre y su hermano.

Su amiga Carolina Ortiz la describe así:
—¿Caro Villalba? Claro que la conozco... Es como una mezcla entre hada madrina y el Chavo del Ocho.

Pasó su infancia en Envigado, pero fue el frío de Bogotá —donde cursó el bachillerato— el que le enseñó una verdad entrañable: una puede irse de su tierra, pero la tierra no se va de una. Por eso volvió. Y con ese regreso, comenzó su leyenda.

Esteban Rivera recuerda:
—Cuando se emociona con los niños de la escuela, se vuelve loca con los juegos. No pierde esa dulzura ni esa pasión. Es como una mezcla de activista y mamá gallina.

A los 12 años ya lo tenía claro: quería estudiar Licenciatura en Educación Especial. Así, sin titubeos. Entró a la Universidad de Antioquia y, entre cuadernos, señas y sueños, comprendió que educar no es solo enseñar… es amar profundamente a las demás personas.

Alejandra Parra, entre risas, confiesa:
—¿La historia de la intoxicación con un brownie mágico en el concierto de música medicinal? Ay nooo… eso no te lo puedo contar. Pero casi me muero de la risa. A ella solo le pasan esas cosas.

Hoy hace parte del equipo educativo de SIATA, donde enseña ciencia a personas con discapacidades visuales y auditivas. Dice que la lengua de señas es uno de sus grandes amores, y que en un año será intérprete. Aunque, entre nosotras, ya traduce con el alma.

Anderson Silva dice:
—Tiene una energía muy contagiosa. Canta música medicina. Y tiene esa capacidad de captar la atención con su voz resonante y su sentido del humor.

Parece no tener miedo… aunque por dentro, cada día, lidia con el síndrome de la impostora. Pero siempre lo logra, porque sus sueños son tan altos como los Himalayas. Rendirse no es una opción. Para ella, vivir sin construir un mundo mejor simplemente no tiene sentido. Por eso insiste: tener conciencia de clase es, en el fondo, tener conciencia humana.

A veces se la ve escuchando:

Pajarito colibrí, no tengas miedo de salir
Hoy el mundo quiere que despiertes para ser feliz
Pajarito colibrí, no tengas miedo de vivir
Que la noche oscura y misteriosa baila para ti

Ella es como un colibrí: pequeña, vibrante, imparable.
No le teme al vértigo, porque ha entendido que volar no es no tener miedo… es hacerlo a pesar del miedo. A pesar del patriarcado, la desigualdad, la discriminación.

Por eso siempre se embarca en nuevas aventuras, buscando sentirse más cerca de su esencia.

Suele decir que su lugar en el mundo es la justicia.
Y que ser profe es su manera de habitarlo.

Camila Mojica, una de sus compañeras, lo resume con dulzura:
—Yo creo que Caro no enseña ciencia. Caro enseña esperanza. Sobre todo a las mujeres, porque es muy feminista.

Esta es Caro Villalba, una mujer casi mítica.
A veces distraída. A veces intensa. Siempre luminosa como su cabello al sol.

Una mujer que decidió no quedarse quieta.
Porque sabe que un mundo más bello empieza con un gesto pequeño.

Ella es una seña, una canción, una mujer fuerte.
Un colibrí de muchos colores.
Una mensajera espiritual que encarna el sentido de la libertad y la empatía.

Puntos suspensivos


Soy como los puntos suspensivos de un silencio contenido, 

un pensamiento interrumpido rebanado en rodajas finas,

la expectativa desesperanzada frente a la gran probabilidad de un final infeliz. 


Soy el centro de baja presión de una tormenta, 

 que está a punto de convertirse en huracán, 

la mentira dicha o la verdad callada de un secreto guardado en mil voces. 


Una lógica rota, sin continuidad, 

como un crochet que se descose ante la falta de un punto final. 


 Soy el vacío donde sobran las palabras, 

el eco que no responde, 

la pausa que pesa,

la falta del ruido que nadie se atreve a nombrar.

miércoles, 16 de abril de 2025

¿Qué le hace falta? Parte 1





El gris se mezclaba con el rosado; la luz incandescente blanca titilaba en un pasillo de un pedazo de hospital improvisado, con una fluorescencia verde colgada en la pared, al lado de los afiches de los próximos eventos de la sección swinger. Ambas convivían en el mismo pasillo, que era también un cuarto de lencería con juguetes sexuales divididos por secciones: género, precios, tamaños… Veinticinco estanterías organizadas en cinco columnas con cinco filas, y en el centro exacto —como si rompiera el orden geométrico de la lógica—, una cama de hospital rodeada de aparatos médicos. Casi como un círculo abismal que irrumpía la cuadrícula del dinero y el deseo, precisamente en la coordenada 2.5.


Las ruedas de la camilla estaban bloqueadas para que no se deslizara en el pasillo blanco aséptico, que contrastaba con el negro glaseado de brillantinas de las estanterías, como si incluso el metal —que brillaba como estrellitas de colores extasiados— se negara a profanar esa geometría lúgubre del cuarto de hospital improvisado. Cada vez que intentaban moverla, un dildo con sensor de movimiento se activaba, vibrando en tono de alerta y encendiendo una luz de un cuarto de emergencia, como un caronte electrónico guardián. Y mi tía, acostada en la cama —pálida, asfixiada, sudada, despeinada— agonizaba de desespero, tristeza y dolor mientras exhalaba sus últimos alientos, que olían a Vick VapoRub y un lubricante de fresa.


No sabíamos si estábamos acompañando su muerte o consiguiendo mercancía para esconder en la cama y compartir con los tinieblos. El encargado de la tienda —un hombre con voz afeminada, brazos gruesos, espalda ancha y tez de chocolate— usaba un pantalón con camisa de botones blancos, junto con un delantal de encaje —entre enfermero y bartender— nos dijo que NO interrumpiéramos el tránsito natural de las almas. Que la cama ya estaba reservada para la experiencia final a las 7:30. Por eso nadie se atrevía a moverla. Porque eran sus últimos momentos. Fuimos desfilando, uno por uno, para decir la última frase de despedida.


Primero llegó Julia, con su cara hinchada y el bastón que colgó en la varilla metálica que sostiene el suero, le cogió la mano.

—Ay, mijita, yo le dije que no comiera tanta grasa, pero usted no escucha… igual ya no importa. Salude a Chilita y dígale que siempre voy a estar muy agradecida con ella.


Seguido pasó Dolores y le dijo:

—No se preocupe por su hijo. Si me limpia la casa, yo no lo echo a la calle.


Después, se unió la monja Maríana. Le puso la cruz en el pecho, cantó una canción evangélica y le murmuró al oído:

—Tranquila, que yo voy a orar para que San Pedro no me la devuelva.


Luego mi hermano Guillermo la observó en silencio y empezó a describir, como si todos fuéramos ciegos, lo que pasaba:

—Ya está mirando al infinito, tal vez está viendo a sus padres. Cecilia, no se preocupe, que todo va a estar bien… Uy, ya se siente fría, yo creo que le queda poco tiempo.


Entonces yo mejor me adelanté y le susurré:

—Dios la está esperando. Si ve una luz, sígala.


La monja le quitó la camándula a Cecilia que tenía colgada junto a un collar del sagrado corazón.


De pronto Lucerito la jaló del brazo y dijo, fuertemente:

— Pero no le quite las cosas que todavía no se ha muerto. 


Bajó el tono de voz y le dijo a mi oído - Pobrecita tenía de todo en la vida y ya no le queda ni esa camándula vieja, qué horror morir de esa forma. 


Cuando los asistentes terminaron de pasar, el mesero-enfermero le acarició la frente para limpiarle algo del sudor frío que ya ni siquiera duele en los huesos. Lo hizo con una delicadeza profesional y casi poética, como quien ya ha despedido demasiados cuerpos en camas demasiado incorrectas.


Luego, se quedó mirándonos a todos. Sus ojos delineados en negro y su camisa blanca con botones nacarados parecían brillar bajo la fluorescencia intermitente. Abrió los brazos, como si fuera a empezar un brindis o un sermón, y dijo con voz grave, inesperadamente grave:


—Al miedo no le han puesto pantalones… pero esta mujer sí se los quitó antes de morir.


Nadie respondió. Algunos se persignaron, otros se rieron con la garganta apretada. Yo solo bajé la mirada, no sabía a quién se refería si la tía Lucerito o a Cecilia que ya tenía los ojos perdidos en el techo.


Mientras tanto, desde la zona swinger, se escuchaban los arneses colgando, los sonidos electrónicos de una mala fiesta trasnochada y ruidos viscosos de choques entre cuerpos, que contrastaban con el bip bip agónico del monitor cardiaco y las bocanadas de aire expulsadas por los tubos del respirador. Todo ocurría al mismo tiempo. Todo era normal. Todo era absolutamente absurdo. Y yo ahí, con una mano en el suero y la otra en el catálogo de prendas de cuero.


Sonó la campanita de la puerta de salida y entraron dos hombres acuerpados con una mujer morena, delgada, alta, de ojos grandes, pestañas largas, cabello liso negro y labios gruesos rojos. Se le arrimaron al mesero-enfermero y le preguntaron por el succionador del clítoris y dos pares de condones. Mis tías parecían no escuchar nada, pero la monja sí comparó el tamaño de su hábito con el pelo de aquella exótica mujer: ambos llegaban a la cintura. 


Luego sacó la camándula, siguiendo los pasos encomendados por la iglesia y su fe, entonces dijo - Libre señor el descanso eterno -

y todos los asistentes incluidos los clientes de la tienda y el personal médico - y brille para ella la luz perpetua -


Pero ¿cuál luz? Había de todos los colores y formas, como si cada una hablara una sección distinta de la tienda. Curiosamente, el sol no entraba a aquel lugar; como si el día no tuviera permiso de cruzar esa frontera. Pero las luces titilaban con una frecuencia energética propia, cada una parecía viva. En la entrada, una bombilla roja palpitaba en el suelo con el ritmo de un corazón primitivo, su tono era como el de la carne, el instinto. Más adentro, una línea de neón naranja delineaba los espejos con una sensualidad líquida, vibrando con el deseo apenas contenido de lo que aún no se refleja. 


Desde el techo descendían espirales amarillas, pequeñas pero intensas, arrojando destellos que electrizaban las estanterías, como si el poder de la energía pudiera atraparse en cápsulas de plástico o cristal con las promociones del 2x1. 


Al fondo, una lámpara verde envolvía la zona de los aceites con una calidez acogedora, y el aire olía a canela y miel, como si alguien hubiera evocado un recuerdo. Cerca de la caja, una luz azul celeste iluminaba el rostro del vendedor cada vez que decía “bienvenido” o “gracias”, dándole a sus palabras una dulzura extraña, casi hipnótica. 


En la sección de lencería, un foco índigo parpadeaba justo sobre un maniquí de cuero negro, como si esa luz supiera más de lo que mostraba ese cuerpo vacío e inerte, guiando hacia lo que está más allá de las palabras. Y en el rincón más alto de la tienda, casi invisible, una luz blanca-violeta descendía en espiral desde una esfera translúcida, tan serena que parecía estar allí solo para quien supiera verla con los ojos cerrados.


La muerte, oscura en cambio, parecía haberse sentado a los pies de mi tía, como si estuviera enfriándole las raíces. Las venas se brotaban y se cristalizaban, mientras aún quedaba vida en las ramas, en las hojas, en las flores de su cuerpo. Sus mejillas no se habían rendido del todo, pero empezaban a parecerse al filo seco de una hoja que se resquebraja lentamente bajo la radiación del mediodía. Guillermo le revisó los dedos de los pies y dijo:

—Parece que ya se está enfriando. Ahora sí no hay retorno. Prepárense.


Todos estábamos a la expectativa, esperando que la muerte subiera hasta la coronilla de la cabeza, queríamos que su alma al igual que un avión despegara. El reloj sonaba cíclicamente, mezclándose con el sonido inerte de las máquinas: tic, toc, bip, bip, pushhh. Una y otra vez. Y nada, nada de nada. Seguía en ese estado límbico y desesperante, pero el tiquete no llegaba. Y no eran las 7:30. ¿Qué hora es?


Julia preguntó:

—¿Pero qué le falta?


Dolores respondió:

—A mí me pagó lo que debía de la administración del edificio.


La monja Mariana añadió:

—Ella ya se consagró como laica.


Guillermo, revisando el libro de contabilidad que reposaba en una de las estanterías —y que se confundía con una revista porno— afirmó:

—Mmm... según esto, lo de las tierras ya se vendió a una empresa bananera.

'

Yo me preguntaba internamente: ¿Qué es lo que falta? ¿Cuándo será las 730? 


Entre todos hubo como un silencio cómplice parecido al de la conciencia colectiva que finalmente no sirve para nada.


Acudió el bartender-enfermero a la cama, le cambió el suero, me miró a los ojos y susurró a mi oído derecho:

—Si quiere sentarse, en la zona swinger hay unas sillas.


Yo, algo agotada, le dije - ay gracias, me da un cervecita por favor - y me senté, por los reflejos de los espejos del lugar observé a los invitados para verificar si  continuaban acompañando a la moribunda. 


Lucero y Julia se habían ido al baño. Dolores, se fue a conocer las nuevas mercancías que acababan de arribar de China. En el fondo seguía sonando: tic, toc, bip, bip, pushhh, tic, toc, bip, bip, pushhh.


Un hombre hermoso se sentó en la silla y me invitó a otra ronda. Yo me sentía incómoda; no era el lugar. Pero...mmm la cerveza estaba bien fría.


Nooo, yo debía estar con mi tía y NO conociendo a un tipo en un lugar inadecuado. Me paré como de afán, como para evitar preguntas y nuevas tentaciones. Ya todo era demasiado extraño.


Cuando me acerqué nuevamente a la camilla, todos comenzaron a regresar. Formamos un círculo: ya parecíamos estar ensayando para el velorio. 

Guillermo se había quedado en la entrada y notó a alguien afuera: un hombre alto, de unos sesenta años, vestido con la distinción de un caballero de antaño. Llevaba un traje oscuro de tres piezas, camisa blanca impecable y un sombrero ladeado. Sus zapatos brillaban como espejos y un pañuelo asomaba del bolsillo del saco.

Guillermo llamó al mesero-enfermero:
—Señor, hay alguien afuera esperando.
El mesero-enfermero le abrió la puerta.

Guillermo puso cara de fastidio al ver al novio de mi tía. Era alguien que nunca había terminado de caerle bien a la familia; no se sabía si por el tono de su voz, o por su forma excesiva de saludar y meterse en los asuntos que no le incumben. El hombre saludó eufóricamente a Guillermo, apretándole la mano con fuerza, y luego lo abrazó por la espalda, dándole unas palmadas tan intensas que parecían querer lastimarle un pulmón.


—Hola, José Mario —dijo Guillermo con desgano.

—¿Cómo sigue? —preguntó José Mario.


—Ahí va, no sabemos qué le falta —respondió Guillermo.

Al escuchar la voz grave de José Mario, mi tía comenzó a retorcerse, como un cuerpo calavérico partiéndose en fragmentos desiguales. Abrió la boca, y sus dientes —amarillos, partidos— parecían a punto de salir disparados, pero colgaban aún, como su propia vida, de un hilo invisible. Sus brazos intentaron recogerse, y las muñecas giraron por completo, quebradas, como si los huesos fueran gelatina mal congelada. Todo crujía como un sonajero viejo y descompuesto. El olor era insoportable. Gases fétidos escapaban por cada orificio, y la repugnancia de lo putrefacto amenazaba con devorar al amor. 

Pero todavía era un ser vivo, o casi, atrapado en el límite: ese punto exacto donde la existencia se inclina hacia el abismo.

La muerte comenzó a mecerse al ritmo de la Danse Macabre, que brotaba del parlante colgado junto a la caja registradora. Los dos hombres apuestos y la mujer morena se ubicaron en el centro del círculo de invitados, se tomaron de las manos y comenzaron a girar desde las puntas de los pies, rotando 360°, alzando los brazos como velos que caen y se funden con el viento. El violín desgarraba sus cuerpos, esculpiendo formas abstractas en el aire, mientras se besaban los tres al mismo tiempo. Sus pieles fueron decoloradas por la ceniza que emergía del suelo, como si algo hubiera ardido en secreto, ensuciando sin aviso el piso aséptico, que ya no brillaba, ellos parecían actores desteñidos por la intensidad de una obra que estaba terminando. 

Las luces titilaron; un estallido eléctrico rasgó las partituras hechas eco de los violines. Todo se apagó. Y de pronto, volvió, como un instante fallido. La luz roja de la entrada se había fundido, revelando por fin la oscuridad de la noche que envolvía aquel lugar abstracto.

Lucerito dijo:
—¿A dónde se fue la muchacha? ¿Se fueron sin pagar?

Dolores replicó:
—No sea tan mal pensada. 

Guillermo se hizo al lado de la cama, le tomó la mano y vio que ya no estaba empuñada como antes.
—¿Qué fue todo eso tan raro? parecían poseídos —dijo en voz baja.

Julia, señalando a la tía, preguntó:
—¿Qué le pasó a Cecilia?

José Mario empujó suavemente a Guillermo y abrazó a la tía con fuerza.

—Perdóneme usted sabe que fue la mujer de mi vida, las otras no importan —dijo, con la voz quebrada.

Lucerito replicó:
—No se le junte tanto, que le quita el aire.

Yo le susurré a Guillermo:

— ¿Será que la infiel fue otra?

El mesero-enfermero revisó el pulsómetro. Debía reiniciarlo para continuar monitoreando el deteriorado estado de salud de Cecilia. Al hacerlo, apareció la muerte. Ya no estaba parada a los pies de la cama: ahora reposaba sobre su estómago. Estaba en cuclillas, como un arlequín en miniatura esperando el momento de salir a escena, ella estaba comprimida, como una pequeña caja de seguridad que presionaba con firmeza el centro del cuerpo de su huésped.

El mesero-enfermero se agachó, deslizó la punta de los dedos en el suelo, miró de cerca el polvo y comentó:
—Parece que ya está cediendo… por lo menos, ya se desprendió de ese secreto.

Luego dirigió la mirada al hombre de la caja registradora:
—Por favor, tráeme la escoba y el recogedor. Con este polvero, alguien se puede caer y no queremos más shows el día de hoy. 

La monja Mariana le ayudó a barrer, mientras él ponía unas inyecciones para el dolor, una vez se quitó lo guantes desinfectados, notó que el cuerpo de Cecilia estaba sudando demasiado, su piel parecía una roca cubierta de moho por las olas del mar, era necesario cambiar las sábanas, así que yo me dispuse a ayudar a voltearla para que pudieran limpiar y cambiarle el pañal que estaba sucio. 

El mesero-enfermero la lavó con un poco de agua con jabón para enjuagarle la piel que se había ensuciado con el polvo blanco y comenzó a tararear una canción mientras acariciaba suavemente su piel seca, boca resquebrajada, rostro pálido y cabello envejecido. 

La letra decía algo con Ohmmm, pero no entendíamos eso que significaba, lo dejamos cantar porque era mejor que la canción de la Danse Macabre o el punchis punchis de la fiesta trasnochada.

El señor de la caja registradora trajo varios trapos, así que entre la monja Mariana, José Mario, Dolores y yo, la limpiamos un poco, cada uno se enfocó en una sección del cuerpo, menos en el estómago, el mesero enfermero nos pidió no molestar a la muerte porque podría cambiar de lugar y alterar el debido orden de las cosas.  

Hubo un silencio acompañado por el susurro de esa canción, por un instante el espacio dejó de ser ese lugar erótico y parecía algo más, el tic toc, bip bip, pushhh se acalló con esa onda que retumbaba en los sesos al cantar ohmmm. De pronto la purificación se sentía incluso en el interior de nuestros propios cuerpos. Todo se calmaba aun más, poco a poco parecía que ese mantra era el sonido del cosmos comprimido en una sílaba.

Mientras sucedía aquel ritual extraño de limpieza colectiva, el mesero-enfermero, con su voz aguda, recitó una oración, las otras tías repitieron las palabras como cacatúas porque querían respetar ese momento.



domingo, 23 de marzo de 2025

Cuando nazca

Mamá, cuando nazca, no seré lo que esperas. 

Tendré un talento especial: encontrar la manera de meterme en problemas. No es que tenga malas intenciones, simplemente mi cuerpo y la gravedad tendrán una relación conflictiva. Si a eso le sumamos mi futura afición por los deportes de contacto, el resultado será un ser humano en constante estado de contusión y descoordinación. Todo con la gracia y la delicadeza que se espera de una señorita como yo.

En cuanto descubra el boxeo, abrazaré la filosofía de vida de "¡hasta el final!". Para mí, recibir un golpe bien dado no será una derrota, sino una anécdota que contar con orgullo. Cada puño será un cumplido: un derechazo en la quijada, un moño en el pelo, un cariño con el codo en la ceja, un labial mal aplicado, y una patada bien puesta en la espinilla con zapatos de cristal. "Un tiestazo es como recibir abrazos con efectos especiales", diré con una sonrisa torcida y un diente de leche menos, como una princesa de cuento... pero con la nariz inflamada como las brujas.

El problema llegará cuando mis guantes estén tan rotos que parezcan trapos viejos y mis uñas quebradas se oculten bajo vendas que parecerán telarañas. Pero eso no me detendrá. "El espíritu guerrero no está en el equipo, sino en el moretón cubierto con un poco de rubor en la mejilla hinchada", pensaré mientras me mire en el espejo del baño con un ojo morado recién adquirido y una pestaña mal puesta. "Nada más femenino que una mujer que sabe superar el dolor", como dice mi abuela.

Un día desafiaré a mi profesor, un hombre que habrá peleado en más guerras callejeras que cualquier soldado promedio. "Profe, hoy vengo por la victoria", anunciaré, segura de que esta vez podré al menos esquivar el primer golpe.

Diez segundos después estaré en el suelo viendo estrellitas y escuchando a los ángeles cantar salsa.
"Todo tiene su final, nada dura para siempre, tenemos que recordar que no existe eternidad."

Al despertar, lo primero que haré será sonreír. "¡Esto es mejor que una medalla!", exclamaré mientras mis compañeros me ayuden a ponerme de pie. "Porque las medallas no duelen, pero esto sí, y eso significa que estoy viva".

Pero la felicidad no durará mucho, porque después de aquella pelea seguramente me mandarán al psicólogo. Me tratarán de loca y me medicarán con sertralina, haciéndome sentir como un monstruo depresivo y ansioso que no se peina ni combina la vestimenta.

Luego me meterán en un colegio donde llevan a las niñas necias para que aprendan labores más delicadas: bordar, arreglar flores, servir el té. Pero lo único que aprenderé será a bailar hip hop, hacer grafitis y escribir cartas de amor. Y en cada una de esas cosas encontraré la forma de entrenar:
Engañar al enemigo, pensar antes de actuar, mejorar la coordinación, fortalecer la memoria, entrenar los reflejos y mantener siempre la defensa.

Cada paso de baile, cada corazón pintado y cada tag puesto en la pared será un golpe disfrazado; cada giro, una estrategia de ataque. Todo muy refinado y elegante, como una señorita supuestamente bien educada.

Desde ese día, me ganaré un apodo en el barrio: "la grilla peliona". No por mi destreza en la pelea ni por mi capacidad de conquistar al enemigo, sino porque nadie disfrutará tanto una paliza bien esquivada como yo.  

Tal vez no sea la hija que imaginaste, porque nunca ganaré un torneo, ni seré campeona de algo, pero sí terminaré dedicándome a la pelea más difícil de todas: la de mantenerme en pie cuando todo quiera tumbarme.

sábado, 22 de marzo de 2025

El barco



No quiero levantarme. 

La pereza me ancla a la cama, un bote a la deriva que amenaza con hundirse. Pero ahí está él, mirándome fijamente, como un salvavidas flotando en medio del mar. Sé que lo necesito tanto como él me necesita a mí. Si no lo hago ahora, todo puede empeorar.

Así es como se mide el amor: en la capacidad de sostener al otro cuando no puede valerse por sí mismo. Me extiende la mano. Es su forma de hablarme. Nos entendemos sin palabras, en la telepatía del cuerpo y el corazón. Él sabe que estoy agotada, pero no hay opción.

No estoy lista, nunca lo estoy. Pero me toca hacer las paces con el mundo, sacudirme la noche de los ojos y enfrentar la luz del día. Me duele la espalda. Mi cuerpo es un tallo hueco que resiste la lluvia, cada ventisca pone a prueba su fragilidad. Pero él no puede esperar, aunque yo funcione a medias.

Aun así, él está ahí. Me espera, me jala. Debemos salir rápido, pero tengo miedo. Cada salida es una ecuación imposible, una suma de variables que pueden torcerlo todo en un instante.

Debo nadar. Por él. Por mí. Para no quedarme atrapada en este océano inmenso.

Respiro hondo y me preparo para enfrentar el mundo. 

Me armo contra la locura, la histeria, la fealdad, la desesperanza, la tempestad. 

Contra la corriente turbulenta del caos.

Y entonces, emerjo para vivir.



El armario



El Armario

Frecuenta su armario todos los días. Lo conoce mejor que cualquier otro rincón del mundo. No es amplio, pero suficiente para que su cuerpo quepa de pie, arrodillado o sentado.

En menos de metro y medio cuadrado se comprime un universo: treinta kilos de ropa, dos cajones repletos de maquillaje en todos los colores del arcoíris, cremas, medicamentos para el sueño, ropa interior, veinticinco pares de zapatos, cajas con libros de historia y filosofía a medio leer, acuarelas para plasmar la naturaleza, plastilina, hilos, papeles, un bloc lleno de notas inconclusas, celofán, una bolsa con máscaras y disfraces, dos violines—uno grande, con el que intenta comprender el sonido de la vida; otro pequeño, para incentivar a su sobrino—, dos gaitas de un viaje a otras regiones del país, un kit audiovisual, una caja con rollos de fotografía y, por último, una toalla.

El bombillo se quebró hace tiempo, pero quizás la oscuridad siempre fue su verdadera esencia.

Cada vez que entra, cierra la puerta tras de sí. Se sienta en la penumbra y espera. A veces un minuto, a veces una hora, a veces toda una vida. Cuando el murmullo del mundo exterior se apaga como una vela. Entonces comienza el descenso.

Primero, el submundo de las preocupaciones. ¿Y si lo descubren? ¿Si lo encierran? ¿Debe hablar? Mejor no. Mejor callar. Es más fácil seguir adelante sin decir nada. Pero algo cambia en la madera, en sus vetas envejecidas. El ojo atento percibe un hueco. Un pasaje oculto.

Lo atraviesa sin miedo y desciende aún más, hasta el segundo nivel: el del arrepentimiento.

Aquí la sombra del tiempo pesa sobre su pecho. ¿Por qué no lo visitó antes de que partiera? Como si la culpa de no haber perdonado a tiempo fuera un pecado imborrable. Ya no hay palabras para escuchar ni heridas que cerrar. Solo queda el remordimiento, el deseo imposible de haber vencido el miedo antes de que fuera tarde.

Un sonido lo interrumpe. Alguien está en la casa. Se sobresalta. Sale del armario. Esto no es normal.

Encerrarse es una trampa reconfortante. Afuera, el mundo es un yugo innecesario. Vuelve a cerrar la puerta y respira aliviado. Gracias a Dios, no hay nadie.

Entonces, las paredes se resquebrajan. El armario ya no es un espacio confinado. Se abre una puerta hacia algo más grande, más puro. Por fin puede alabar su soledad. Es un tesoro que ha escondido con recelo, porque es suyo y solo suyo. Nadie lo espera, nadie lo necesita. Este silencio es su mayor posesión. Sus manos danzan con el vacío, una coreografía etérea que nadie verá, lo que la hace aún más hermosa. Momentánea. Efímera. Como una estrella fugaz que se desvanece en la noche.

En ese instante, su alma se manifiesta.

Un recuerdo llega sin ser llamado, como una llave girando en una cerradura. Un cuerno resuena en la planicie. El fuego lo transforma todo. La realidad se vuelve cenizas. Ya no es bosque, sino carbón. No es lluvia, sino neblina. No es río, sino océano. No es cuerpo, sino espíritu.

Algo cae del cajón más alto. Una joya mal puesta.

Entonces, el armario se convierte en la muerte después de la luz.

Raíces emergen del suelo y, de ellas, un guayacán amarillo florece bajo un atardecer imponente. Y allí, en la pradera dorada, está ella. Su abuela.

Le sonríe, como siempre lo hacía. Lo llama "mi amor" con ternura infinita. Mira hacia el horizonte y señala más allá del sol.

—Yo tengo un hogar —dice, y su voz se mezcla con el viento de la meseta, frío y cálido a la vez.

Cuatro niños juegan en la distancia. Sus risas resuenan en el aire. Sus cuerpos se mueven con la alegría del juego, del baile, del fútbol. Son un eco de lo que alguna vez fue. Un susurro de la promesa de volver.

Pero, ¿volver a qué? A la herida que duele de manera insoportable.

El armario es tumba y cuna. Caja vacía y llena. Reflejo de un abismo profundo, infinito. Ha pasado muchos días aquí. Se ha convertido en su mundo, su única realidad. Es el agujero negro que solo él visita, donde la humanidad deja de existir.

Quiere liberar el espíritu. Pero no sabe si tiene el coraje o la cobardía de hacerlo.

Si alguien lo encuentra, será porque ya se ha convertido en una más de las 726.000 personas que eligieron el suicidio en 2024.

domingo, 9 de marzo de 2025

La radio de Don Omar

La radio de Don Omar


Don Omar siempre miraba hacia su corazón. 

Sentía el leve peso de la correa de su radio Daewoo, ese aparato negro que colgaba de su cuello y nunca lo abandonaba. Lo sujetaba con una mano, acariciando la perilla de TUNING con sus dedos callosos, pero de uñas limpias y limadas, mientras la línea roja se deslizaba de un número a otro, buscando la emisora perfecta: canciones nostálgicas, oraciones sagradas y ritmos alegres.

Ese pequeño rectángulo de plástico y botones de metal era su mejor compañía. Su hermana decía que lo llevaba a todas partes como si fuera un amuleto, pero para él era más que eso. 

La radio era su conexión a otros universos, unos donde las voces nunca se apagaban. Le contaba historias que él repetía en voz baja, le susurraba chistes sobre políticos que no conocía y, algunas noches, cuando el mundo se sentía demasiado grande, le dejaba escuchar la voz de su madre rezando y la de su padre añorando su pueblo.

Desde el más allá, su madre le hablaba:

"Hijo mío, desde la vasta montaña rezo por ti. Le hago una ofrenda a Dios y le pido que te cuide. Te miro desde lejos, desde esta finca celestial, donde los días son claros y el viento susurra tu nombre. Las estrellas brillan en la noche, y desde aquí, con el corazón en calma, le pido al cielo que nunca estés solo."

Para Don Omar, el silencio era lo que realmente daba miedo. Por eso no entendía por qué en el ancianato querían apagarla. Decían que hacía demasiado ruido, que no dejaba dormir a los demás. 

La noche que intentaron arrebatársela, pensaron que dormía. Una mano firme quiso apartarla de su pecho, bajar el volumen hasta extinguirlo.

No.

El miedo fue inmediato. Se aferró al aparato con todas sus fuerzas.

—No, no, no… ¡Mamá Emilia! ¡Papá Chalo! —gritó, y la desesperación le quebró la voz.

Las sombras de la habitación se hicieron más grandes. El pecho le golpeaba por dentro, la respiración se volvió sofocante. Se balanceaba en la cama, los ojos bien abiertos. Lo abrazaron, le cubrieron los ojos con las manos, como si con eso pudieran protegerlo. Pero no entendían. No escuchaban.

Solo cuando le devolvieron la radio y giraron la perilla hasta encontrar Radio Nacional de Colombia, su llanto fue cediendo. El murmullo familiar llenó el vacío. Y entonces comenzó a sonar:

"Viejo, mi querido viejo.

Ahora ya caminas lerdo,

como perdonando el viento."

Después de eso, decidieron que no podían quedarse con él.

Cuando lo echaron, su hermana fue a recogerlo para buscarle un nuevo hogar. Lo abrazó fuerte, pero no dijo nada. A veces le hablaba con palabras, otras con sus gestos. Don Omar entendía que ella se preocupaba, aunque no siempre sabía por qué. A veces le daba risa y ella le preguntaba:

—A ver, contá el chiste... pa' ver si sí da risa.

Camino a la casa, se detuvieron en la farmacia para comprarle la medicina para la presión y el sueño. Mientras esperaban, Don Omar sintió la necesidad de moverse. No quería quedarse quieto. Le dijo a su hermana que iba al baño, pero en lugar de volver, cruzó la calle. Entró a una cafetería, caminó con la seguridad de quien ha estado ahí antes y entró al baño sin preguntar. Se sentó, encendió su radio y esperó.

No llevaba su manilla con su nombre ni el teléfono de su hermana, ahora estaba solo pero tranquilo.

Su hermana, al notar su ausencia, comenzó a preguntar a los transeúntes si habían visto a un hombre de setenta años, con la columna torcida, una camisa tipo polo azul, tenis blancos, pantalón gris y una radio negra que le colgaba del cuello. Nadie lo había visto. Pero entonces, el eco de fondo de Radio Nacional de Colombia en la frecuencia AM 550 Khz emitió su localización exacta.

Si no hubiera llevado su radio encendida, ¿quién sabe qué hubiera pasado? Gracias al volumen alto, lograron ubicarlo. Su hermana sintió alivio cuando lo vio.

—Si lo perdiera, ¿qué le diría a mi mamá cuando me toque rendir cuentas en el cielo? —pensó, sin atreverse a decirlo en voz alta.

Después de un suspiro, un tinto y los quinientos pesos que cobraban por usar el sanitario, cogieron el bus y se fueron para una casa.

Allí, la radio de Don Omar seguiría sonando, acompañándolo en la espera de un nuevo hogar donde pudiera pasar sus noches. Mientras tanto, las oscilaciones completas que la onda realizada en un segundo, vibraban al sonar del latido de su corazón, retumbando en su cuerpo y activando su memoria cuando entre el ruido, el canto y la distorsión encontraba los 963 Hz.

martes, 4 de marzo de 2025

Hiroshima con amor

 

Siempre me acompañó la lluvia. Desde que bajé del tren que corría en múltiples direcciones, Hiroshima me recibió con su aire melancólico, con el peso de su historia susurrando en cada gota. 

Subí escaleras eléctricas en sentido contrario, como si mi cuerpo supiera que yo no pertenecía del todo a ese flujo ordenado, sino a otro tiempo, a otro ritmo. Forastera, sí, pero con la certeza de haber estado aquí antes, efímera y transitoria como el tren mismo.

El aroma de los restaurantes de okonomiyaki flotaba en el aire: tortilla de huevo, pasta, carne rojas y vegetales bañados en el dulzor de la salsa teriyaki. Me detuve un momento, dejando que el olor me anclara al presente antes de seguir. Pero el presente en Hiroshima es también el pasado.

El museo era un umbral, un portal al horror, a la cicatriz indeleble de la humanidad. Cada objeto carbonizado, cada sombra impresa en el concreto, hablaba de un final que nunca debió ser. Y aun así, la vida persistía. 

Más tarde, probé el vino de arroz: un sabor entre el anís y la caña de azúcar. Después de unos tragos, me senté en la orilla del punto cero, ese espacio milimétrico sobre el río donde cayó Little Boy y, en un instante, incontables vidas se evaporaron. 

Pero yo me sentía extrañamente feliz, envuelta en la memoria de un hombre que vio la luz en medio de la embriaguez.

Fue entonces cuando lo vi. 

Había viajado tan lejos, para reconocer el lugar que verdaderamente amo, no era ese edificio destruido hecho cenizas si no ese olvidado en mi memoria, el origen de una vida, de esta vida.

Primero, la lluvia se volvió más densa, casi un velo entre el mundo y yo. Luego, la ciudad cambió: un reflejo, un parpadeo, y de pronto no estaba en Hiroshima, sino en mi casa de la infancia. El aire olía a madera vieja, a libros olvidados. Pero algo estaba mal. Bajo mis pies, el suelo se humedecía, la inundación crecía desde las sombras, y mi cuerpo flotaba entre tiempos y espacios.

Cerré los ojos y cuando los abrí, estaba en mi cama. Pero sobre mí, un Buda gigante, como una montaña me observaba, su presencia inamovible, su paz abrumadora. Y luego, el niño.

Un niño que no era solo un niño. Su piel era blanca, pura, casi translúcida. Sus ojos reflejaban siglos. No era humano del todo, pero tampoco monstruo. Era bello de una manera inquietante, imposible de definir.

Intenté moverme, pero mi cuerpo no me respondía. Solo pude mirarlo mientras él inclinaba la cabeza y me sonreía con tristeza. 

Entonces entendí: no era solo mi sueño. Era la memoria del mundo, el eco de Hiroshima que era el recuerdo de mi hogar, de todo lo que ha sido, lo que hemos amado y de lo que aún no entendemos, pero que continua como la lluvia que cae.



martes, 25 de febrero de 2025

Ecos de la libertad

Ecos de la libertad




Capítulo 1

El silencio era espeso, como si la oscuridad lo absorbiera todo. Había pasado quién sabe cuánto tiempo desde que se cerró la puerta de golpe. Intenté dormir, pero algo no me dejaba.
Entonces, la escuché.

Al principio, solo un jadeo entrecortado, como si se hubiera despertado sin aire. Un susurro tembloroso, un gemido ahogado. Después, el crujido del colchón. Se movía con dificultad, como si el cuerpo no le respondiera. Luego, unos pasos arrastrados, el rechinar de una puerta.
Silencio.

Un leve murmullo, un roce contra algo metálico. Tal vez un lavamanos, un espejo. Imaginé sus manos explorando su rostro en busca de algo. ¿Una señal? ¿Una herida?

Entonces, una risa. Breve. Áspera. Vacía.
No era una risa normal. Sonaba a burla, pero no a otra persona. Sonaba a burla de sí misma.

Pasos de regreso.

Algo cayó. Un golpe sordo contra el suelo.

No lo vi, pero lo sentí en mi piel, como si lo hubiera visto caer. Algo pesado. Algo de metal.
Luego, un silencio más denso que el anterior.
Un sollozo contenido.
Uno, dos, tres segundos de resistencia.
Y después, se quebró.
El llanto llegó sin aviso, profundo, desgarrado. No esos llantos de película, sino uno de verdad, de esos que se sienten en la carne.
No tenía que verla para saberlo.
Lloraba con todo el cuerpo.

Lloraba como quien ya no tiene nada más que perder.
Escuché su respiración entrecortada, su quejido ahogado.
Y luego, una sola palabra.
Dicha en un susurro.
Como un rezo.
Como una maldición.

—¿Por qué?

Y nada más.
Silencio.
Pesado. Insoportable.

Un vacío que se extendió entre los muros, entre los cuartos oscuros que nos conectaban sin que ella lo supiera.

Cerré los ojos.
Esa mujer...
Esa mujer no estaba bien.
Y lo peor era que yo tampoco lo estaba.

—¿Hola? —pregunté, rompiendo el silencio.
En respuesta, escuché una voz lejana que contaba en susurros:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...

Luego, el silencio se extendió como un manto pesado. Solo había oscuridad en ese cuarto. La opresiva sensación de estar encerrado me calaba los huesos. Entonces oí pasos.
—¿Hola? —repetí, esta vez con un tono más urgente.
Un sonido extraño llenó el aire: alguien respiraba hondo, como si tratara de tragarse todo el oxígeno del lugar. Era una respiración entrecortada, sofocada. Después, llorar.
—¿Alguien me escucha? —insistí.

Silencio.

En el fondo, como un susurro distante, se escuchaban hombres jugando fútbol, sus voces mezclándose con el ruido de los balones. Pero todo seguía siendo oscuridad.
“¿Dónde estoy?”, pensé, tratando de ubicarme. “¿No es esto una cárcel de hombres? Entonces, ¿quién era esa mujer? ¿Acaso era una guardia de la policía carcelaria? O peor... ¿también hay mujeres presas aquí?”
No podía creerlo. Llevaba una semana encerrado por haberme metido en una pelea. Todo por culpa de esos payasos. Pero ahora, esa voz femenina seguía resonando en mi cabeza.
“¿Quién será ella?”, me pregunté mientras mi mente vagaba entre la realidad y el delirio.
“Viejo, ya no sé si esto es una pesadilla o si realmente me estoy volviendo loco”.

Capítulo 2

Se despertó de golpe, con una sensación de ahogo, como si le hubieran robado el aire en mitad de la noche. Su cuerpo no respondía. Un entumecimiento pesado se aferraba a su estómago y sus piernas no tenían fuerzas. Sintió un mareo extraño, una mezcla de vértigo y náusea. Tal vez era asco. Tal vez era rabia. Tal vez miedo. No podía distinguir qué emoción la dominaba, solo una pregunta retumbaba en su mente:


¿Por qué?


Un suspiro contenido se escapó de sus labios, impregnado de un asco profundo, un asco por el mundo, por la vida. Se incorporó con dificultad, sentándose en la cama con las rodillas recogidas contra el pecho. Fue entonces cuando lo notó: su pijama estaba rasgada, manchada. Un dolor sordo le recorrió el abdomen y las piernas, como si hubiera pasado horas en el gimnasio de los sábados. Pero ese dolor no era el de la vanidad ni el del esfuerzo. No. Era el dolor del desgaste. De la violencia.


Se levantó con torpeza y caminó hasta el baño. Su cuerpo obedecía por inercia, cumpliendo con las necesidades más básicas antes de procesar lo que realmente sentía. Frente al lavabo, levantó la vista hacia el espejo. Buscó rastros en su rostro. Tal vez un moretón, una herida, cualquier señal visible que pudiera servirle de prueba. Algo que le diera un motivo para denunciar.
Pero, ¿denunciar ante quién?


Se rió con amargura. ¿A la policía? Pero él era la policía. No había marcas en su cara. Nada lo suficientemente evidente. Quizá si hubiera un golpe en la nariz, una hinchazón en el ojo, podría quejarse con el cura o con el juez. O al menos usarlo como excusa para quedarse con su madre unos días.
Desvió la mirada hacia su entrepierna y un pensamiento la atravesó como un puñal: ¿Será que fue demasiado?
Sintió compasión por sí misma, como si estuviera viendo a otra mujer sufrir. ¿Fui demasiado complaciente? El miedo la había paralizado, la había hecho actuar sin pensar. ¿Pero por qué tengo miedo? Esto... esto es lo que hacen las esposas, ¿no?


El olor a cigarrillo flotaba en el aire. Solo su recuerdo le revolvía el estómago.
Debía bañarse. Rápido. Quitarse el olor. Quitarse la piel si fuera necesario.
Antes de desvestirse, se sentó en el inodoro. Una punzada de dolor le recorrió el cuerpo cuando intentó orinar. Un ardor insoportable. Como una herida abierta, cruda, infectada. Se llevó los dedos entre las piernas.


Sangre.
Miró sus calzones. Manchados.
¿Por qué me dejó hacer esto?
La pregunta la atravesó como un cuchillo.
¿Qué me pasa?
¿A quién se lo digo?
Nadie le creería. Porque era su marido. Porque eso era el matrimonio.
¿No?
El sonido del tanque del retrete llenó el silencio. Se aferró a esa distracción, a cualquier cosa que la hiciera evitar pensar. Caminó de vuelta a la cama, recogió las almohadas y sacudió las sábanas.
Un ruido seco.


Algo pesado cayó al suelo.
Bajó la vista.
El arma.
La recogió con manos temblorosas. Sus dedos rozaron la superficie metálica hasta que algo llamó su atención.
La zona del fusil tenía un rastro viscoso. Oscuro.
Sangre.


La tocó, la sintió entre sus dedos.
Y entonces recordó.
Todo.
Cada segundo de la noche anterior estalló en su cabeza con una brutalidad insoportable.
Se desplomó en el suelo.
Las lágrimas brotaron, desbordándose desde lo más profundo de su vientre. Pero no alcanzaban a lavar la rabia. Ni el odio. Ni el asco.
—¿Por qué? —murmuró entre sollozos.


Pero no había respuesta.
Solo el peso de la sangre.
Y el eco de su propio dolor.



Aguapanela para el peregrino

Doña Margarita siempre fue así, un misterio que nunca logré descifrar, como un sueño profundo que solo ella conocía, como un río de aguas oscuras que absorbía el sabor de los campos de caña y lo devolvía en forma de hogar, tibio y suave, con sabor a miel y canela.

¿De dónde nacía ese corazón desbordado que perdonaba lo imperdonable? Era un abrigo para los forasteros que éramos todos, porque nunca la comprendimos en su sabor a tierra azucarada ni en su refugio cálido.

Siempre tenía un sorbo de leche, una cucharada de café, un pedazo de arepa, un plato de arroz, un huevo frito, un saludo de bienvenida. Una invitación a conversar, tal vez un momentico, a sentarse en su mundo color ámbar, formado por el limón de la cocina, el jengibre y los clavos de olor. Compartía su calor con un “¿Cómo estás?”, un “Mi Dios lo cuide” y un “No dé papaya, mijo”.

Cuando la escasez llamó a mi puerta, su mano, endurecida por el fuego de la estufa, siempre estuvo ahí, tendida, sosteniendo a mis hijos con la misma ternura con la que sostuvo a los suyos.

Su corazón era un río crecido. Primero inundó la acera, mojando a todo el que pasaba, endulzando su suela de los zapatos. Luego desbordó tres cuadras hacia arriba, hasta llegar a Sol de Oriente. Se convirtió en refugio, en altar sin imágenes, donde el único rito era el de ofrecer.

Cuando se fue, en medio de los sueños, llenó una iglesia entera. No solo con sus hijos, nietos y bisnietos, sino con todo el barrio, con los que la entendieron y con los que, como yo, nunca supimos descifrarla del todo.

Nos dejó su aguapanela. Y a los que seguimos andando, nos queda el sabor del amor en la boca.


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