Iris no cae del cielo.
Asciende del asfalto caliente.
Del abrazo contenido.
Del beso censurado.
De la esquina de barrio
donde alguien se atrevió a ser.
Iris es una gota, sí.
Pero no de agua.
Es travesti, no binaria,
marica, intersex, trans-afectiva.
Una gota que no se deja evaporar en silencio.
Nació en El Socorro,
con el poeta Jeison,
que aún espera en el abismo del tiempo.
Pasó por Belén,
donde los recuerdos de Hugo
se enredan en las trenzas de las vecinas.
Se deslizó por Aranjuez,
donde Francisco sembró
65 semillas de resistencia.
Se mezcló con la música rebelde de Manrique,
donde Juana y su compañera
transformaron el miedo
en danza, en cuerpo, en calle.
Fue acariciada por el viento de Santa Cruz,
que lleva la alegría de Jhonathan
como una onda infinita.
Se sumergió en Bello,
donde el profe Manuel,
soñador y libre,
aún escribe con agua
lo que no alcanzó
a decir con tinta.
Y Sara,
sí,
ella también,
está en todas partes:
en cada espejo
donde alguien se ve bella,
trans, poderosa.
No son fantasmas.
Son presencias líquidas.
Gotas que no se evaporan:
se transforman.
El calor las elevó.
No hacia un cielo virtuoso,
sino hacia la nube queer,
irreverente y rosada,
donde se baila,
se ama,
se muta.
Y llovieron.
Sin miedo.
Con brillantina, perfume,
memoria y deseo.
Al tocar el sol,
al unirse con la luz alada,
se hicieron prisma
y provocaron muchos arcoíris.
Porque no son símbolo:
son cuerpo colectivo
que se niega a desaparecer
de esta urbe inerte
que necesita color.
Por elles,
el río dejó de ser Aburrá.
Ahora es Arcoíris,
y fluye con las extensiones,
el rubor, la mireya,
los tacones, los besos,
las marchas, los silencios.
El río no llora.
No olvida.
El río dice:
“Soy esos cuerpos
que eligieron ser libres.”
Iris, la gota,
no se disolvió.
Ella se trepó.
Se volvió río.
Se volvió marica.
Se volvió todes.
Y todes fluyen,
siguen,
resisten
y transforman
las montañas
en coloridos valles.
Esperando que un día,
esas gotas evaporadas
vuelvan a llover.
Por: María Camila Mojica