Doña Margarita siempre fue así, un misterio que nunca logré descifrar, como un sueño profundo que solo ella conocía, como un río de aguas oscuras que absorbía el sabor de los campos de caña y lo devolvía en forma de hogar, tibio y suave, con sabor a miel y canela.
¿De dónde nacía ese corazón desbordado que perdonaba lo imperdonable? Era un abrigo para los forasteros que éramos todos, porque nunca la comprendimos en su sabor a tierra azucarada ni en su refugio cálido.
Siempre tenía un sorbo de leche, una cucharada de café, un pedazo de arepa, un plato de arroz, un huevo frito, un saludo de bienvenida. Una invitación a conversar, tal vez un momentico, a sentarse en su mundo color ámbar, formado por el limón de la cocina, el jengibre y los clavos de olor. Compartía su calor con un “¿Cómo estás?”, un “Mi Dios lo cuide” y un “No dé papaya, mijo”.
Cuando la escasez llamó a mi puerta, su mano, endurecida por el fuego de la estufa, siempre estuvo ahí, tendida, sosteniendo a mis hijos con la misma ternura con la que sostuvo a los suyos.
Su corazón era un río crecido. Primero inundó la acera, mojando a todo el que pasaba, endulzando su suela de los zapatos. Luego desbordó tres cuadras hacia arriba, hasta llegar a Sol de Oriente. Se convirtió en refugio, en altar sin imágenes, donde el único rito era el de ofrecer.
Cuando se fue, en medio de los sueños, llenó una iglesia entera. No solo con sus hijos, nietos y bisnietos, sino con todo el barrio, con los que la entendieron y con los que, como yo, nunca supimos descifrarla del todo.
Nos dejó su aguapanela. Y a los que seguimos andando, nos queda el sabor del amor en la boca.
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