Camila 2020

Camila 2020
Un retrato hecho para mi Por: Clara Mojica

martes, 29 de abril de 2025

Soy palabras

 

<body>

 <p>Soy palabras.

Tinta en los dedos
Un susurro,
eco entre páginas 
abiertas al viento.

Ese espectro
que recuerda
sus versos
como un mundo
contenido en un hueco.

 <section id= 2008>

Respiro preguntas.
Disuelvo las sombras.
Milito en campañas
y sueño con espejos.

Empiezo a narrar,
sin conocer
el caos del infierno.

<section id= 2010>


Exploto.
Como el sol.
Treinta y tantas veces nombro:
Moravia, los laberintos,
la ley islámica, la mujer de mi tierra,
la música irreverente.

Soy el teclado manchado
con lágrimas.

<section id= 2011>


Pequeña,
atravieso el desierto,
evoco a mis abuelos,
transcribo revoluciones
como sombras danzantes
de sueños ajenos.

<section id= 2012>


Me escondo entre libros:
Frankfurt, Perón, anarquías repetidas,
vidas refugiadas.

Trazo letras para no desaparecer.

<section id= 2013>


No logro detenerme.
Veinticuatro veces rasgo el mundo:
poemas, ensayos, reseñas e historias.

De Nueva York a Atenas.

Mi conciencia encendida
sabe que algún día dejará de arder.

Después me apago,
como las libélulas 
que dejan de brillar al amanecer.

<section id= 2014>


La soledad.

<section id= 2015>


La espalda, el barrio triste,
un río que habla como yo.

El callar llega

con forma de vacío.

Desentierro el olvido.

La esperanza brota de las venas,
como una laguna ardida que se evapora.

Cada palabra ausente
en el mundo
detalla esa desolación.

<section id= 2016>


El cuerpo y la conciencia

danzan en otras tierras:
Tokio, Hiroshima, Nara, Fuji, Kyoto.

Pisadas sobre un mar de pétalos
que no desean regresar.

…Luego, el reencuentro:
gotas saladas,
conversaciones amargas,
despedidas prolongadas.

<section id= 2017>


Amor.
Nostalgia.
Lejanía.
Letargo.

<section id= 2018>


Amor.
Presencia.
Astío.
Letargo.

<section id= 2019>


Resucito un poco,
con ojos negros y prostitutas sabias.

Antes de volver al polvo,

quiero decir algo más.

Electra, Porfirio y Paloma,
máscaras y danzas
embriagan mi ser.

<section id= 2020>
Busco a mi padre
y no lo encuentro.
Solo quedan ruinas,
voces,
y yo.

<section id= 2021>


Como un hombre solo,
junto a un guayacán amarillo,
añoro el regreso
a un hogar perdido.

<section id= 2023>


Una sombra cansada.
Un latido herido.
La guerra perdida.
Una expresión contenida: silencio.

<section id= 2024>
Me atrevo al exilio.
Cruzo dos tierras
y escribo desde el borde:
volver.

<section id= 2025>


Imagino cuentos

con las heridas abiertas:
Hiroshima con amor,
Ecos de libertad,
Mujer Colibrí,
Cuando nazca,
La radio de Don Omar,
El barco,
Aguapanela para el peregrino.

Un recuerdo que aún redacta,
un suspiro con puntos suspensivos.


Ahora solo soy eso:


lo que dejo mientras existo.
Lo imborrable,
el espíritu que murmura en la penumbra,
cuando alguien, sin querer,
abre ese portal,
perdido en la nube que se disuelve a lo invisible.</p>

</body>

martes, 22 de abril de 2025

Mujer Colibrí




Dicen que las verdaderas heroínas no llevan tacones, ni capas, y mucho menos coronas.
A veces lleva en la mochila un libro de señas, un cuento infantil, un mapa en braille, un corazón vibrante… o una sonrisa que ilumina.

Esta es la historia de Caro Villalba, una mujer nacida en Envigado un 9 de diciembre de 1996, que desde muy temprano supo que el mundo no podía seguir igual si ella tenía algo que decir —o hacer— al respecto.

Caro es una mujer de muchos colores y formas. Cabello largo, ropa hippie-chic, una diva del espíritu y la mente. Libre como el viento, pero con raíces profundas ancladas al calor del amor de su madre y su hermano.

Su amiga Carolina Ortiz la describe así:
—¿Caro Villalba? Claro que la conozco... Es como una mezcla entre hada madrina y el Chavo del Ocho.

Pasó su infancia en Envigado, pero fue el frío de Bogotá —donde cursó el bachillerato— el que le enseñó una verdad entrañable: una puede irse de su tierra, pero la tierra no se va de una. Por eso volvió. Y con ese regreso, comenzó su leyenda.

Esteban Rivera recuerda:
—Cuando se emociona con los niños de la escuela, se vuelve loca con los juegos. No pierde esa dulzura ni esa pasión. Es como una mezcla de activista y mamá gallina.

A los 12 años ya lo tenía claro: quería estudiar Licenciatura en Educación Especial. Así, sin titubeos. Entró a la Universidad de Antioquia y, entre cuadernos, señas y sueños, comprendió que educar no es solo enseñar… es amar profundamente a las demás personas.

Alejandra Parra, entre risas, confiesa:
—¿La historia de la intoxicación con un brownie mágico en el concierto de música medicinal? Ay nooo… eso no te lo puedo contar. Pero casi me muero de la risa. A ella solo le pasan esas cosas.

Hoy hace parte del equipo educativo de SIATA, donde enseña ciencia a personas con discapacidades visuales y auditivas. Dice que la lengua de señas es uno de sus grandes amores, y que en un año será intérprete. Aunque, entre nosotras, ya traduce con el alma.

Anderson Silva dice:
—Tiene una energía muy contagiosa. Canta música medicina. Y tiene esa capacidad de captar la atención con su voz resonante y su sentido del humor.

Parece no tener miedo… aunque por dentro, cada día, lidia con el síndrome de la impostora. Pero siempre lo logra, porque sus sueños son tan altos como los Himalayas. Rendirse no es una opción. Para ella, vivir sin construir un mundo mejor simplemente no tiene sentido. Por eso insiste: tener conciencia de clase es, en el fondo, tener conciencia humana.

A veces se la ve escuchando:

Pajarito colibrí, no tengas miedo de salir
Hoy el mundo quiere que despiertes para ser feliz
Pajarito colibrí, no tengas miedo de vivir
Que la noche oscura y misteriosa baila para ti

Ella es como un colibrí: pequeña, vibrante, imparable.
No le teme al vértigo, porque ha entendido que volar no es no tener miedo… es hacerlo a pesar del miedo. A pesar del patriarcado, la desigualdad, la discriminación.

Por eso siempre se embarca en nuevas aventuras, buscando sentirse más cerca de su esencia.

Suele decir que su lugar en el mundo es la justicia.
Y que ser profe es su manera de habitarlo.

Camila Mojica, una de sus compañeras, lo resume con dulzura:
—Yo creo que Caro no enseña ciencia. Caro enseña esperanza. Sobre todo a las mujeres, porque es muy feminista.

Esta es Caro Villalba, una mujer casi mítica.
A veces distraída. A veces intensa. Siempre luminosa como su cabello al sol.

Una mujer que decidió no quedarse quieta.
Porque sabe que un mundo más bello empieza con un gesto pequeño.

Ella es una seña, una canción, una mujer fuerte.
Un colibrí de muchos colores.
Una mensajera espiritual que encarna el sentido de la libertad y la empatía.

Puntos suspensivos


Soy como los puntos suspensivos de un silencio contenido, 

un pensamiento interrumpido rebanado en rodajas finas,

la expectativa desesperanzada frente a la gran probabilidad de un final infeliz. 


Soy el centro de baja presión de una tormenta, 

 que está a punto de convertirse en huracán, 

la mentira dicha o la verdad callada de un secreto guardado en mil voces. 


Una lógica rota, sin continuidad, 

como un crochet que se descose ante la falta de un punto final. 


 Soy el vacío donde sobran las palabras, 

el eco que no responde, 

la pausa que pesa,

la falta del ruido que nadie se atreve a nombrar.

miércoles, 16 de abril de 2025

¿Qué le hace falta? Parte 1





El gris se mezclaba con el rosado; la luz incandescente blanca titilaba en un pasillo de un pedazo de hospital improvisado, con una fluorescencia verde colgada en la pared, al lado de los afiches de los próximos eventos de la sección swinger. Ambas convivían en el mismo pasillo, que era también un cuarto de lencería con juguetes sexuales divididos por secciones: género, precios, tamaños… Veinticinco estanterías organizadas en cinco columnas con cinco filas, y en el centro exacto —como si rompiera el orden geométrico de la lógica—, una cama de hospital rodeada de aparatos médicos. Casi como un círculo abismal que irrumpía la cuadrícula del dinero y el deseo, precisamente en la coordenada 2.5.


Las ruedas de la camilla estaban bloqueadas para que no se deslizara en el pasillo blanco aséptico, que contrastaba con el negro glaseado de brillantinas de las estanterías, como si incluso el metal —que brillaba como estrellitas de colores extasiados— se negara a profanar esa geometría lúgubre del cuarto de hospital improvisado. Cada vez que intentaban moverla, un dildo con sensor de movimiento se activaba, vibrando en tono de alerta y encendiendo una luz de un cuarto de emergencia, como un caronte electrónico guardián. Y mi tía, acostada en la cama —pálida, asfixiada, sudada, despeinada— agonizaba de desespero, tristeza y dolor mientras exhalaba sus últimos alientos, que olían a Vick VapoRub y un lubricante de fresa.


No sabíamos si estábamos acompañando su muerte o consiguiendo mercancía para esconder en la cama y compartir con los tinieblos. El encargado de la tienda —un hombre con voz afeminada, brazos gruesos, espalda ancha y tez de chocolate— usaba un pantalón con camisa de botones blancos, junto con un delantal de encaje —entre enfermero y bartender— nos dijo que NO interrumpiéramos el tránsito natural de las almas. Que la cama ya estaba reservada para la experiencia final a las 7:30. Por eso nadie se atrevía a moverla. Porque eran sus últimos momentos. Fuimos desfilando, uno por uno, para decir la última frase de despedida.


Primero llegó Julia, con su cara hinchada y el bastón que colgó en la varilla metálica que sostiene el suero, le cogió la mano.

—Ay, mijita, yo le dije que no comiera tanta grasa, pero usted no escucha… igual ya no importa. Salude a Chilita y dígale que siempre voy a estar muy agradecida con ella.


Seguido pasó Dolores y le dijo:

—No se preocupe por su hijo. Si me limpia la casa, yo no lo echo a la calle.


Después, se unió la monja Maríana. Le puso la cruz en el pecho, cantó una canción evangélica y le murmuró al oído:

—Tranquila, que yo voy a orar para que San Pedro no me la devuelva.


Luego mi hermano Guillermo la observó en silencio y empezó a describir, como si todos fuéramos ciegos, lo que pasaba:

—Ya está mirando al infinito, tal vez está viendo a sus padres. Cecilia, no se preocupe, que todo va a estar bien… Uy, ya se siente fría, yo creo que le queda poco tiempo.


Entonces yo mejor me adelanté y le susurré:

—Dios la está esperando. Si ve una luz, sígala.


La monja le quitó la camándula a Cecilia que tenía colgada junto a un collar del sagrado corazón.


De pronto Lucerito la jaló del brazo y dijo, fuertemente:

— Pero no le quite las cosas que todavía no se ha muerto. 


Bajó el tono de voz y le dijo a mi oído - Pobrecita tenía de todo en la vida y ya no le queda ni esa camándula vieja, qué horror morir de esa forma. 


Cuando los asistentes terminaron de pasar, el mesero-enfermero le acarició la frente para limpiarle algo del sudor frío que ya ni siquiera duele en los huesos. Lo hizo con una delicadeza profesional y casi poética, como quien ya ha despedido demasiados cuerpos en camas demasiado incorrectas.


Luego, se quedó mirándonos a todos. Sus ojos delineados en negro y su camisa blanca con botones nacarados parecían brillar bajo la fluorescencia intermitente. Abrió los brazos, como si fuera a empezar un brindis o un sermón, y dijo con voz grave, inesperadamente grave:


—Al miedo no le han puesto pantalones… pero esta mujer sí se los quitó antes de morir.


Nadie respondió. Algunos se persignaron, otros se rieron con la garganta apretada. Yo solo bajé la mirada, no sabía a quién se refería si la tía Lucerito o a Cecilia que ya tenía los ojos perdidos en el techo.


Mientras tanto, desde la zona swinger, se escuchaban los arneses colgando, los sonidos electrónicos de una mala fiesta trasnochada y ruidos viscosos de choques entre cuerpos, que contrastaban con el bip bip agónico del monitor cardiaco y las bocanadas de aire expulsadas por los tubos del respirador. Todo ocurría al mismo tiempo. Todo era normal. Todo era absolutamente absurdo. Y yo ahí, con una mano en el suero y la otra en el catálogo de prendas de cuero.


Sonó la campanita de la puerta de salida y entraron dos hombres acuerpados con una mujer morena, delgada, alta, de ojos grandes, pestañas largas, cabello liso negro y labios gruesos rojos. Se le arrimaron al mesero-enfermero y le preguntaron por el succionador del clítoris y dos pares de condones. Mis tías parecían no escuchar nada, pero la monja sí comparó el tamaño de su hábito con el pelo de aquella exótica mujer: ambos llegaban a la cintura. 


Luego sacó la camándula, siguiendo los pasos encomendados por la iglesia y su fe, entonces dijo - Libre señor el descanso eterno -

y todos los asistentes incluidos los clientes de la tienda y el personal médico - y brille para ella la luz perpetua -


Pero ¿cuál luz? Había de todos los colores y formas, como si cada una hablara una sección distinta de la tienda. Curiosamente, el sol no entraba a aquel lugar; como si el día no tuviera permiso de cruzar esa frontera. Pero las luces titilaban con una frecuencia energética propia, cada una parecía viva. En la entrada, una bombilla roja palpitaba en el suelo con el ritmo de un corazón primitivo, su tono era como el de la carne, el instinto. Más adentro, una línea de neón naranja delineaba los espejos con una sensualidad líquida, vibrando con el deseo apenas contenido de lo que aún no se refleja. 


Desde el techo descendían espirales amarillas, pequeñas pero intensas, arrojando destellos que electrizaban las estanterías, como si el poder de la energía pudiera atraparse en cápsulas de plástico o cristal con las promociones del 2x1. 


Al fondo, una lámpara verde envolvía la zona de los aceites con una calidez acogedora, y el aire olía a canela y miel, como si alguien hubiera evocado un recuerdo. Cerca de la caja, una luz azul celeste iluminaba el rostro del vendedor cada vez que decía “bienvenido” o “gracias”, dándole a sus palabras una dulzura extraña, casi hipnótica. 


En la sección de lencería, un foco índigo parpadeaba justo sobre un maniquí de cuero negro, como si esa luz supiera más de lo que mostraba ese cuerpo vacío e inerte, guiando hacia lo que está más allá de las palabras. Y en el rincón más alto de la tienda, casi invisible, una luz blanca-violeta descendía en espiral desde una esfera translúcida, tan serena que parecía estar allí solo para quien supiera verla con los ojos cerrados.


La muerte, oscura en cambio, parecía haberse sentado a los pies de mi tía, como si estuviera enfriándole las raíces. Las venas se brotaban y se cristalizaban, mientras aún quedaba vida en las ramas, en las hojas, en las flores de su cuerpo. Sus mejillas no se habían rendido del todo, pero empezaban a parecerse al filo seco de una hoja que se resquebraja lentamente bajo la radiación del mediodía. Guillermo le revisó los dedos de los pies y dijo:

—Parece que ya se está enfriando. Ahora sí no hay retorno. Prepárense.


Todos estábamos a la expectativa, esperando que la muerte subiera hasta la coronilla de la cabeza, queríamos que su alma al igual que un avión despegara. El reloj sonaba cíclicamente, mezclándose con el sonido inerte de las máquinas: tic, toc, bip, bip, pushhh. Una y otra vez. Y nada, nada de nada. Seguía en ese estado límbico y desesperante, pero el tiquete no llegaba. Y no eran las 7:30. ¿Qué hora es?


Julia preguntó:

—¿Pero qué le falta?


Dolores respondió:

—A mí me pagó lo que debía de la administración del edificio.


La monja Mariana añadió:

—Ella ya se consagró como laica.


Guillermo, revisando el libro de contabilidad que reposaba en una de las estanterías —y que se confundía con una revista porno— afirmó:

—Mmm... según esto, lo de las tierras ya se vendió a una empresa bananera.

'

Yo me preguntaba internamente: ¿Qué es lo que falta? ¿Cuándo será las 730? 


Entre todos hubo como un silencio cómplice parecido al de la conciencia colectiva que finalmente no sirve para nada.


Acudió el bartender-enfermero a la cama, le cambió el suero, me miró a los ojos y susurró a mi oído derecho:

—Si quiere sentarse, en la zona swinger hay unas sillas.


Yo, algo agotada, le dije - ay gracias, me da un cervecita por favor - y me senté, por los reflejos de los espejos del lugar observé a los invitados para verificar si  continuaban acompañando a la moribunda. 


Lucero y Julia se habían ido al baño. Dolores, se fue a conocer las nuevas mercancías que acababan de arribar de China. En el fondo seguía sonando: tic, toc, bip, bip, pushhh, tic, toc, bip, bip, pushhh.


Un hombre hermoso se sentó en la silla y me invitó a otra ronda. Yo me sentía incómoda; no era el lugar. Pero...mmm la cerveza estaba bien fría.


Nooo, yo debía estar con mi tía y NO conociendo a un tipo en un lugar inadecuado. Me paré como de afán, como para evitar preguntas y nuevas tentaciones. Ya todo era demasiado extraño.


Cuando me acerqué nuevamente a la camilla, todos comenzaron a regresar. Formamos un círculo: ya parecíamos estar ensayando para el velorio. 

Guillermo se había quedado en la entrada y notó a alguien afuera: un hombre alto, de unos sesenta años, vestido con la distinción de un caballero de antaño. Llevaba un traje oscuro de tres piezas, camisa blanca impecable y un sombrero ladeado. Sus zapatos brillaban como espejos y un pañuelo asomaba del bolsillo del saco.

Guillermo llamó al mesero-enfermero:
—Señor, hay alguien afuera esperando.
El mesero-enfermero le abrió la puerta.

Guillermo puso cara de fastidio al ver al novio de mi tía. Era alguien que nunca había terminado de caerle bien a la familia; no se sabía si por el tono de su voz, o por su forma excesiva de saludar y meterse en los asuntos que no le incumben. El hombre saludó eufóricamente a Guillermo, apretándole la mano con fuerza, y luego lo abrazó por la espalda, dándole unas palmadas tan intensas que parecían querer lastimarle un pulmón.


—Hola, José Mario —dijo Guillermo con desgano.

—¿Cómo sigue? —preguntó José Mario.


—Ahí va, no sabemos qué le falta —respondió Guillermo.

Al escuchar la voz grave de José Mario, mi tía comenzó a retorcerse, como un cuerpo calavérico partiéndose en fragmentos desiguales. Abrió la boca, y sus dientes —amarillos, partidos— parecían a punto de salir disparados, pero colgaban aún, como su propia vida, de un hilo invisible. Sus brazos intentaron recogerse, y las muñecas giraron por completo, quebradas, como si los huesos fueran gelatina mal congelada. Todo crujía como un sonajero viejo y descompuesto. El olor era insoportable. Gases fétidos escapaban por cada orificio, y la repugnancia de lo putrefacto amenazaba con devorar al amor. 

Pero todavía era un ser vivo, o casi, atrapado en el límite: ese punto exacto donde la existencia se inclina hacia el abismo.

La muerte comenzó a mecerse al ritmo de la Danse Macabre, que brotaba del parlante colgado junto a la caja registradora. Los dos hombres apuestos y la mujer morena se ubicaron en el centro del círculo de invitados, se tomaron de las manos y comenzaron a girar desde las puntas de los pies, rotando 360°, alzando los brazos como velos que caen y se funden con el viento. El violín desgarraba sus cuerpos, esculpiendo formas abstractas en el aire, mientras se besaban los tres al mismo tiempo. Sus pieles fueron decoloradas por la ceniza que emergía del suelo, como si algo hubiera ardido en secreto, ensuciando sin aviso el piso aséptico, que ya no brillaba, ellos parecían actores desteñidos por la intensidad de una obra que estaba terminando. 

Las luces titilaron; un estallido eléctrico rasgó las partituras hechas eco de los violines. Todo se apagó. Y de pronto, volvió, como un instante fallido. La luz roja de la entrada se había fundido, revelando por fin la oscuridad de la noche que envolvía aquel lugar abstracto.

Lucerito dijo:
—¿A dónde se fue la muchacha? ¿Se fueron sin pagar?

Dolores replicó:
—No sea tan mal pensada. 

Guillermo se hizo al lado de la cama, le tomó la mano y vio que ya no estaba empuñada como antes.
—¿Qué fue todo eso tan raro? parecían poseídos —dijo en voz baja.

Julia, señalando a la tía, preguntó:
—¿Qué le pasó a Cecilia?

José Mario empujó suavemente a Guillermo y abrazó a la tía con fuerza.

—Perdóneme usted sabe que fue la mujer de mi vida, las otras no importan —dijo, con la voz quebrada.

Lucerito replicó:
—No se le junte tanto, que le quita el aire.

Yo le susurré a Guillermo:

— ¿Será que la infiel fue otra?

El mesero-enfermero revisó el pulsómetro. Debía reiniciarlo para continuar monitoreando el deteriorado estado de salud de Cecilia. Al hacerlo, apareció la muerte. Ya no estaba parada a los pies de la cama: ahora reposaba sobre su estómago. Estaba en cuclillas, como un arlequín en miniatura esperando el momento de salir a escena, ella estaba comprimida, como una pequeña caja de seguridad que presionaba con firmeza el centro del cuerpo de su huésped.

El mesero-enfermero se agachó, deslizó la punta de los dedos en el suelo, miró de cerca el polvo y comentó:
—Parece que ya está cediendo… por lo menos, ya se desprendió de ese secreto.

Luego dirigió la mirada al hombre de la caja registradora:
—Por favor, tráeme la escoba y el recogedor. Con este polvero, alguien se puede caer y no queremos más shows el día de hoy. 

La monja Mariana le ayudó a barrer, mientras él ponía unas inyecciones para el dolor, una vez se quitó lo guantes desinfectados, notó que el cuerpo de Cecilia estaba sudando demasiado, su piel parecía una roca cubierta de moho por las olas del mar, era necesario cambiar las sábanas, así que yo me dispuse a ayudar a voltearla para que pudieran limpiar y cambiarle el pañal que estaba sucio. 

El mesero-enfermero la lavó con un poco de agua con jabón para enjuagarle la piel que se había ensuciado con el polvo blanco y comenzó a tararear una canción mientras acariciaba suavemente su piel seca, boca resquebrajada, rostro pálido y cabello envejecido. 

La letra decía algo con Ohmmm, pero no entendíamos eso que significaba, lo dejamos cantar porque era mejor que la canción de la Danse Macabre o el punchis punchis de la fiesta trasnochada.

El señor de la caja registradora trajo varios trapos, así que entre la monja Mariana, José Mario, Dolores y yo, la limpiamos un poco, cada uno se enfocó en una sección del cuerpo, menos en el estómago, el mesero enfermero nos pidió no molestar a la muerte porque podría cambiar de lugar y alterar el debido orden de las cosas.  

Hubo un silencio acompañado por el susurro de esa canción, por un instante el espacio dejó de ser ese lugar erótico y parecía algo más, el tic toc, bip bip, pushhh se acalló con esa onda que retumbaba en los sesos al cantar ohmmm. De pronto la purificación se sentía incluso en el interior de nuestros propios cuerpos. Todo se calmaba aun más, poco a poco parecía que ese mantra era el sonido del cosmos comprimido en una sílaba.

Mientras sucedía aquel ritual extraño de limpieza colectiva, el mesero-enfermero, con su voz aguda, recitó una oración, las otras tías repitieron las palabras como cacatúas porque querían respetar ese momento.