Camila 2020

Camila 2020
Un retrato hecho para mi Por: Clara Mojica

domingo, 1 de septiembre de 2019

Ojos negros

Cuento

Ojos negros



por: María Camila Mojica



Un ser oscuro volaba en la noche, buscando el rincón más sombrío de la montaña.
En la penumbra sentía cómo se desvanecía.
Siempre se ocultaba entre tinieblas para sentirse ausente, fundida con el universo, infinita y eterna.

La claridad lunar y solar eran heridas abiertas: ecos de una existencia pasada.
Los odiaba porque revelaban su naturaleza errante:
alma perdida, atrapada entre planos, incapaz de cruzar al otro lado.

Su única tarea en el transcurrir de la eternidad era hallar un refugio sin luz.
Las sombras de árboles y rocas jamás bastaban.

Una noche de luna llena,
al pasar junto a unas cuevas en lo más abrupto de la montaña,
descubrió un templo clausurado.
Se deslizó por la cerradura y supo que había encontrado el sitio más profundo y siniestro sobre la tierra.

Se instaló en el centro del recinto, cerró los ojos y se disolvió.

Pasaron miles de noches.
La oscuridad parecía eterna: serena, apacible, solitaria, extraviada.
No necesitaba más. Por fin, parecía haber muerto.

Durante un amanecer teñido de rojo, un hombre llegó a la montaña.
Vestía harapos sucios y el polvo del mundo.
Huía de sí mismo.
Los pecados que lo atormentaban eran demasiados.
Su arrepentimiento lo apartaba de todo lo que había amado.
Se detestaba.

Cicatrices y tatuajes narraban su descenso.
Sus ojos oscuros, como la noche, mostraban el vacío de alguien que lo perdió todo, incluso su nombre.

Volver a ser parte de algo era imposible.
Había dejado atrás su humanidad, su patria y sus batallas.
Ahora era apenas un paria vagando entre riscos.

Un día soleado se recostó bajo un árbol.
Una lluvia repentina lo obligó a buscar refugio.
Entró en la cueva más cercana y, al fondo, divisó una estructura sumida en tinieblas.

Encendió una vela y se internó.
Preguntó si alguien lo habitaba. Nadie contestó.
Forzó con cuidado la cerradura y cruzó el umbral.

El ente despertó al percibir el parpadeo de la llama.
Observó al intruso, deseando que se marchara.
Él abrió por completo las puertas, y la luz solar se derramó en el espacio.
El espíritu se desesperó: buscó dónde ocultarse,

pero no quedaban sombras.

Era como si el sol la persiguiera para devorarla.
Solo un rincón oscuro sobrevivía:
la mirada del desterrado que había renunciado a la humanidad.

Se refugió en sus ojos. 
El hombre sintió que le ardían, gritó de dolor.
El ente miró en torno, 
ahora estaba atrapada en una jaula de carne y hueso.

Los rayos del sol se filtraban por las rendijas del encierro.
La presencia oscura intentó escapar, pero no encontraba salida.
Se deslizó más adentro, invadiendo las venas, recorriendo los canales del cuerpo.
A su paso, la piel del exiliado se ennegrecía.
Llegó al corazón, único rincón donde la luz no alcanzaba.

El ritmo del pecho se aceleraba.
Se miró en un espejo colgado en una columna:
sus ojos eran ahora pozos desbordados con la sangre de la tierra.
Su corazón explotaba; el cuerpo se hinchaba.
Tomó una navaja y se arrancó los ojos. Luego, se apuñaló el pecho.

La luz entró por sus heridas.
El ente no tuvo dónde ocultarse.
La claridad la destruyó.

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