Camila 2020

Camila 2020
Un retrato hecho para mi Por: Clara Mojica

domingo, 23 de marzo de 2025

Cuando nazca

Mamá, cuando nazca, no seré lo que esperas. 

Tendré un talento especial: encontrar la manera de meterme en problemas. No es que tenga malas intenciones, simplemente mi cuerpo y la gravedad tendrán una relación conflictiva. Si a eso le sumamos mi futura afición por los deportes de contacto, el resultado será un ser humano en constante estado de contusión y descoordinación. Todo con la gracia y la delicadeza que se espera de una señorita como yo.

En cuanto descubra el boxeo, abrazaré la filosofía de vida de "¡hasta el final!". Para mí, recibir un golpe bien dado no será una derrota, sino una anécdota que contar con orgullo. Cada puño será un cumplido: un derechazo en la quijada, un moño en el pelo, un cariño con el codo en la ceja, un labial mal aplicado, y una patada bien puesta en la espinilla con zapatos de cristal. "Un tiestazo es como recibir abrazos con efectos especiales", diré con una sonrisa torcida y un diente de leche menos, como una princesa de cuento... pero con la nariz inflamada como las brujas.

El problema llegará cuando mis guantes estén tan rotos que parezcan trapos viejos y mis uñas quebradas se oculten bajo vendas que parecerán telarañas. Pero eso no me detendrá. "El espíritu guerrero no está en el equipo, sino en el moretón cubierto con un poco de rubor en la mejilla hinchada", pensaré mientras me mire en el espejo del baño con un ojo morado recién adquirido y una pestaña mal puesta. "Nada más femenino que una mujer que sabe superar el dolor", como dice mi abuela.

Un día desafiaré a mi profesor, un hombre que habrá peleado en más guerras callejeras que cualquier soldado promedio. "Profe, hoy vengo por la victoria", anunciaré, segura de que esta vez podré al menos esquivar el primer golpe.

Diez segundos después estaré en el suelo viendo estrellitas y escuchando a los ángeles cantar salsa.
"Todo tiene su final, nada dura para siempre, tenemos que recordar que no existe eternidad."

Al despertar, lo primero que haré será sonreír. "¡Esto es mejor que una medalla!", exclamaré mientras mis compañeros me ayuden a ponerme de pie. "Porque las medallas no duelen, pero esto sí, y eso significa que estoy viva".

Pero la felicidad no durará mucho, porque después de aquella pelea seguramente me mandarán al psicólogo. Me tratarán de loca y me medicarán con sertralina, haciéndome sentir como un monstruo depresivo y ansioso que no se peina ni combina la vestimenta.

Luego me meterán en un colegio donde llevan a las niñas necias para que aprendan labores más delicadas: bordar, arreglar flores, servir el té. Pero lo único que aprenderé será a bailar hip hop, hacer grafitis y escribir cartas de amor. Y en cada una de esas cosas encontraré la forma de entrenar:
Engañar al enemigo, pensar antes de actuar, mejorar la coordinación, fortalecer la memoria, entrenar los reflejos y mantener siempre la defensa.

Cada paso de baile, cada corazón pintado y cada tag puesto en la pared será un golpe disfrazado; cada giro, una estrategia de ataque. Todo muy refinado y elegante, como una señorita supuestamente bien educada.

Desde ese día, me ganaré un apodo en el barrio: "la grilla peliona". No por mi destreza en la pelea ni por mi capacidad de conquistar al enemigo, sino porque nadie disfrutará tanto una paliza bien esquivada como yo.  

Tal vez no sea la hija que imaginaste, porque nunca ganaré un torneo, ni seré campeona de algo, pero sí terminaré dedicándome a la pelea más difícil de todas: la de mantenerme en pie cuando todo quiera tumbarme.

sábado, 22 de marzo de 2025

El barco



No quiero levantarme. 

La pereza me ancla a la cama, un bote a la deriva que amenaza con hundirse. Pero ahí está él, mirándome fijamente, como un salvavidas flotando en medio del mar. Sé que lo necesito tanto como él me necesita a mí. Si no lo hago ahora, todo puede empeorar.

Así es como se mide el amor: en la capacidad de sostener al otro cuando no puede valerse por sí mismo. Me extiende la mano. Es su forma de hablarme. Nos entendemos sin palabras, en la telepatía del cuerpo y el corazón. Él sabe que estoy agotada, pero no hay opción.

No estoy lista, nunca lo estoy. Pero me toca hacer las paces con el mundo, sacudirme la noche de los ojos y enfrentar la luz del día. Me duele la espalda. Mi cuerpo es un tallo hueco que resiste la lluvia, cada ventisca pone a prueba su fragilidad. Pero él no puede esperar, aunque yo funcione a medias.

Aun así, él está ahí. Me espera, me jala. Debemos salir rápido, pero tengo miedo. Cada salida es una ecuación imposible, una suma de variables que pueden torcerlo todo en un instante.

Debo nadar. Por él. Por mí. Para no quedarme atrapada en este océano inmenso.

Respiro hondo y me preparo para enfrentar el mundo. 

Me armo contra la locura, la histeria, la fealdad, la desesperanza, la tempestad. 

Contra la corriente turbulenta del caos.

Y entonces, emerjo para vivir.



El armario



El Armario

Frecuenta su armario todos los días. Lo conoce mejor que cualquier otro rincón del mundo. No es amplio, pero suficiente para que su cuerpo quepa de pie, arrodillado o sentado.

En menos de metro y medio cuadrado se comprime un universo: treinta kilos de ropa, dos cajones repletos de maquillaje en todos los colores del arcoíris, cremas, medicamentos para el sueño, ropa interior, veinticinco pares de zapatos, cajas con libros de historia y filosofía a medio leer, acuarelas para plasmar la naturaleza, plastilina, hilos, papeles, un bloc lleno de notas inconclusas, celofán, una bolsa con máscaras y disfraces, dos violines—uno grande, con el que intenta comprender el sonido de la vida; otro pequeño, para incentivar a su sobrino—, dos gaitas de un viaje a otras regiones del país, un kit audiovisual, una caja con rollos de fotografía y, por último, una toalla.

El bombillo se quebró hace tiempo, pero quizás la oscuridad siempre fue su verdadera esencia.

Cada vez que entra, cierra la puerta tras de sí. Se sienta en la penumbra y espera. A veces un minuto, a veces una hora, a veces toda una vida. Cuando el murmullo del mundo exterior se apaga como una vela. Entonces comienza el descenso.

Primero, el submundo de las preocupaciones. ¿Y si lo descubren? ¿Si lo encierran? ¿Debe hablar? Mejor no. Mejor callar. Es más fácil seguir adelante sin decir nada. Pero algo cambia en la madera, en sus vetas envejecidas. El ojo atento percibe un hueco. Un pasaje oculto.

Lo atraviesa sin miedo y desciende aún más, hasta el segundo nivel: el del arrepentimiento.

Aquí la sombra del tiempo pesa sobre su pecho. ¿Por qué no lo visitó antes de que partiera? Como si la culpa de no haber perdonado a tiempo fuera un pecado imborrable. Ya no hay palabras para escuchar ni heridas que cerrar. Solo queda el remordimiento, el deseo imposible de haber vencido el miedo antes de que fuera tarde.

Un sonido lo interrumpe. Alguien está en la casa. Se sobresalta. Sale del armario. Esto no es normal.

Encerrarse es una trampa reconfortante. Afuera, el mundo es un yugo innecesario. Vuelve a cerrar la puerta y respira aliviado. Gracias a Dios, no hay nadie.

Entonces, las paredes se resquebrajan. El armario ya no es un espacio confinado. Se abre una puerta hacia algo más grande, más puro. Por fin puede alabar su soledad. Es un tesoro que ha escondido con recelo, porque es suyo y solo suyo. Nadie lo espera, nadie lo necesita. Este silencio es su mayor posesión. Sus manos danzan con el vacío, una coreografía etérea que nadie verá, lo que la hace aún más hermosa. Momentánea. Efímera. Como una estrella fugaz que se desvanece en la noche.

En ese instante, su alma se manifiesta.

Un recuerdo llega sin ser llamado, como una llave girando en una cerradura. Un cuerno resuena en la planicie. El fuego lo transforma todo. La realidad se vuelve cenizas. Ya no es bosque, sino carbón. No es lluvia, sino neblina. No es río, sino océano. No es cuerpo, sino espíritu.

Algo cae del cajón más alto. Una joya mal puesta.

Entonces, el armario se convierte en la muerte después de la luz.

Raíces emergen del suelo y, de ellas, un guayacán amarillo florece bajo un atardecer imponente. Y allí, en la pradera dorada, está ella. Su abuela.

Le sonríe, como siempre lo hacía. Lo llama "mi amor" con ternura infinita. Mira hacia el horizonte y señala más allá del sol.

—Yo tengo un hogar —dice, y su voz se mezcla con el viento de la meseta, frío y cálido a la vez.

Cuatro niños juegan en la distancia. Sus risas resuenan en el aire. Sus cuerpos se mueven con la alegría del juego, del baile, del fútbol. Son un eco de lo que alguna vez fue. Un susurro de la promesa de volver.

Pero, ¿volver a qué? A la herida que duele de manera insoportable.

El armario es tumba y cuna. Caja vacía y llena. Reflejo de un abismo profundo, infinito. Ha pasado muchos días aquí. Se ha convertido en su mundo, su única realidad. Es el agujero negro que solo él visita, donde la humanidad deja de existir.

Quiere liberar el espíritu. Pero no sabe si tiene el coraje o la cobardía de hacerlo.

Si alguien lo encuentra, será porque ya se ha convertido en una más de las 726.000 personas que eligieron el suicidio en 2024.

domingo, 9 de marzo de 2025

La radio de Don Omar

La radio de Don Omar


Don Omar siempre miraba hacia su corazón. 

Sentía el leve peso de la correa de su radio Daewoo, ese aparato negro que colgaba de su cuello y nunca lo abandonaba. Lo sujetaba con una mano, acariciando la perilla de TUNING con sus dedos callosos, pero de uñas limpias y limadas, mientras la línea roja se deslizaba de un número a otro, buscando la emisora perfecta: canciones nostálgicas, oraciones sagradas y ritmos alegres.

Ese pequeño rectángulo de plástico y botones de metal era su mejor compañía. Su hermana decía que lo llevaba a todas partes como si fuera un amuleto, pero para él era más que eso. 

La radio era su conexión a otros universos, unos donde las voces nunca se apagaban. Le contaba historias que él repetía en voz baja, le susurraba chistes sobre políticos que no conocía y, algunas noches, cuando el mundo se sentía demasiado grande, le dejaba escuchar la voz de su madre rezando y la de su padre añorando su pueblo.

Desde el más allá, su madre le hablaba:

"Hijo mío, desde la vasta montaña rezo por ti. Le hago una ofrenda a Dios y le pido que te cuide. Te miro desde lejos, desde esta finca celestial, donde los días son claros y el viento susurra tu nombre. Las estrellas brillan en la noche, y desde aquí, con el corazón en calma, le pido al cielo que nunca estés solo."

Para Don Omar, el silencio era lo que realmente daba miedo. Por eso no entendía por qué en el ancianato querían apagarla. Decían que hacía demasiado ruido, que no dejaba dormir a los demás. 

La noche que intentaron arrebatársela, pensaron que dormía. Una mano firme quiso apartarla de su pecho, bajar el volumen hasta extinguirlo.

No.

El miedo fue inmediato. Se aferró al aparato con todas sus fuerzas.

—No, no, no… ¡Mamá Emilia! ¡Papá Chalo! —gritó, y la desesperación le quebró la voz.

Las sombras de la habitación se hicieron más grandes. El pecho le golpeaba por dentro, la respiración se volvió sofocante. Se balanceaba en la cama, los ojos bien abiertos. Lo abrazaron, le cubrieron los ojos con las manos, como si con eso pudieran protegerlo. Pero no entendían. No escuchaban.

Solo cuando le devolvieron la radio y giraron la perilla hasta encontrar Radio Nacional de Colombia, su llanto fue cediendo. El murmullo familiar llenó el vacío. Y entonces comenzó a sonar:

"Viejo, mi querido viejo.

Ahora ya caminas lerdo,

como perdonando el viento."

Después de eso, decidieron que no podían quedarse con él.

Cuando lo echaron, su hermana fue a recogerlo para buscarle un nuevo hogar. Lo abrazó fuerte, pero no dijo nada. A veces le hablaba con palabras, otras con sus gestos. Don Omar entendía que ella se preocupaba, aunque no siempre sabía por qué. A veces le daba risa y ella le preguntaba:

—A ver, contá el chiste... pa' ver si sí da risa.

Camino a la casa, se detuvieron en la farmacia para comprarle la medicina para la presión y el sueño. Mientras esperaban, Don Omar sintió la necesidad de moverse. No quería quedarse quieto. Le dijo a su hermana que iba al baño, pero en lugar de volver, cruzó la calle. Entró a una cafetería, caminó con la seguridad de quien ha estado ahí antes y entró al baño sin preguntar. Se sentó, encendió su radio y esperó.

No llevaba su manilla con su nombre ni el teléfono de su hermana, ahora estaba solo pero tranquilo.

Su hermana, al notar su ausencia, comenzó a preguntar a los transeúntes si habían visto a un hombre de setenta años, con la columna torcida, una camisa tipo polo azul, tenis blancos, pantalón gris y una radio negra que le colgaba del cuello. Nadie lo había visto. Pero entonces, el eco de fondo de Radio Nacional de Colombia en la frecuencia AM 550 Khz emitió su localización exacta.

Si no hubiera llevado su radio encendida, ¿quién sabe qué hubiera pasado? Gracias al volumen alto, lograron ubicarlo. Su hermana sintió alivio cuando lo vio.

—Si lo perdiera, ¿qué le diría a mi mamá cuando me toque rendir cuentas en el cielo? —pensó, sin atreverse a decirlo en voz alta.

Después de un suspiro, un tinto y los quinientos pesos que cobraban por usar el sanitario, cogieron el bus y se fueron para una casa.

Allí, la radio de Don Omar seguiría sonando, acompañándolo en la espera de un nuevo hogar donde pudiera pasar sus noches. Mientras tanto, las oscilaciones completas que la onda realizada en un segundo, vibraban al sonar del latido de su corazón, retumbando en su cuerpo y activando su memoria cuando entre el ruido, el canto y la distorsión encontraba los 963 Hz.

martes, 4 de marzo de 2025

Hiroshima con amor

 

Siempre me acompañó la lluvia. Desde que bajé del tren que corría en múltiples direcciones, Hiroshima me recibió con su aire melancólico, con el peso de su historia susurrando en cada gota. 

Subí escaleras eléctricas en sentido contrario, como si mi cuerpo supiera que yo no pertenecía del todo a ese flujo ordenado, sino a otro tiempo, a otro ritmo. Forastera, sí, pero con la certeza de haber estado aquí antes, efímera y transitoria como el tren mismo.

El aroma de los restaurantes de okonomiyaki flotaba en el aire: tortilla de huevo, pasta, carne rojas y vegetales bañados en el dulzor de la salsa teriyaki. Me detuve un momento, dejando que el olor me anclara al presente antes de seguir. Pero el presente en Hiroshima es también el pasado.

El museo era un umbral, un portal al horror, a la cicatriz indeleble de la humanidad. Cada objeto carbonizado, cada sombra impresa en el concreto, hablaba de un final que nunca debió ser. Y aun así, la vida persistía. 

Más tarde, probé el vino de arroz: un sabor entre el anís y la caña de azúcar. Después de unos tragos, me senté en la orilla del punto cero, ese espacio milimétrico sobre el río donde cayó Little Boy y, en un instante, incontables vidas se evaporaron. 

Pero yo me sentía extrañamente feliz, envuelta en la memoria de un hombre que vio la luz en medio de la embriaguez.

Fue entonces cuando lo vi. 

Había viajado tan lejos, para reconocer el lugar que verdaderamente amo, no era ese edificio destruido hecho cenizas si no ese olvidado en mi memoria, el origen de una vida, de esta vida.

Primero, la lluvia se volvió más densa, casi un velo entre el mundo y yo. Luego, la ciudad cambió: un reflejo, un parpadeo, y de pronto no estaba en Hiroshima, sino en mi casa de la infancia. El aire olía a madera vieja, a libros olvidados. Pero algo estaba mal. Bajo mis pies, el suelo se humedecía, la inundación crecía desde las sombras, y mi cuerpo flotaba entre tiempos y espacios.

Cerré los ojos y cuando los abrí, estaba en mi cama. Pero sobre mí, un Buda gigante, como una montaña me observaba, su presencia inamovible, su paz abrumadora. Y luego, el niño.

Un niño que no era solo un niño. Su piel era blanca, pura, casi translúcida. Sus ojos reflejaban siglos. No era humano del todo, pero tampoco monstruo. Era bello de una manera inquietante, imposible de definir.

Intenté moverme, pero mi cuerpo no me respondía. Solo pude mirarlo mientras él inclinaba la cabeza y me sonreía con tristeza. 

Entonces entendí: no era solo mi sueño. Era la memoria del mundo, el eco de Hiroshima que era el recuerdo de mi hogar, de todo lo que ha sido, lo que hemos amado y de lo que aún no entendemos, pero que continua como la lluvia que cae.